Fede se despertó media hora antes de que
suene la alarma de su reloj y miró el techo desorientado, sin saber el por qué
de su madrugón poco habitual. Le bastaron cinco minutos de conciencia y de
refregarse los ojos para ubicarse. “Es mi casa, es mi cama y tengo que meterme
ya en internet a ver que es lo que pasó”, pensó mientras se sacaba de encima
las frazadas y corría a prender la compu. Sintiendo el piso frío bajo los pies
descalzos, se metió sin dudarlo en la web de uno de sus diarios favoritos y ahí
vio la noticia esperada: “Después de diez años de misterio, el video original
del último recital de La
Ultrabomba , el mítico grupo de rock, fue publicado de forma
gratuita en internet, para felicidad de todos sus seguidores”. Sonrió satisfecho:
“tarea cumplida, Mandanga, mi cuenta esta saldada”
17 de diciembre de 2013
4 de diciembre de 2013
El hombre digno
Cuando Marcos ingresó al Club de
Pescadores por primera vez supo que ese era el lugar que necesitaba para
desintoxicar su mente del encierro y del incesante cotorreo de las clientas que
poblaban a diario su coqueto local.
Como el coiffeur de moda de la ciudad
no sólo habían pasado por sus expertas manos la mayoría de las cabezas de las
mujeres que veía a su alrededor, sino que sabía de sus problemas, historias e
histerias.
Dejó extender su mirada sobre el
ambiente y suspiró, ya relajado. Todos los estímulos parecían confabularse para
el disfrute de sus sentidos: la enorme piscina con agua fresca y transparente,
las risas de los niños que jugaban en la parte menos profunda, el verde del
césped y de los árboles que sólo era interrumpido por los colores estridentes
de los trajes de baño de los adolescentes, el aroma a carne asada que provenía
de la zona de las parrillas…
El ambiente familiar le venía bien:
le urgía contar con un sitio donde hacer algo de ejercicio, tomar mucho sol y
relajarse sin tener la obligación de conversar con nadie. No contaba con que
ese mismo ambiente iba a jugar en su contra.
Sin que Marcos se percatara, su
llegada al club causó un gran revuelo.
26 de noviembre de 2013
La abuela rebelde
El día en que finalmente murió mi
abuelo paterno no lloré. Quizás porque hacía demasiado tiempo en que se hallaba
postrado en una cama del asilo de ancianos municipal y sin posibilidades de
recuperación. O quizás, y esto se acerca más a la realidad, porque nunca había
entablado conmigo una relación cariñosa y compinche, como es habitual entre
nietos y abuelos.
19 de noviembre de 2013
Sólo una tijera
Desde chico fui el raro de la calle.
Nunca disfruté de los juegos en equipo como el fútbol o el básquet ni de las
travesuras idiotas que ideaban mis compañeros de tardes: robar manzanas al
vecino o romperle la muñeca a la nena más llorona del barrio jamás me pareció
divertido. Sabía que era distinto al resto de los chicos y eso siempre me
avergonzó, me daba cuenta de que mi forma de pensar y actuar no era la habitual
y por eso la ocultaba.
He perdido horas enteras mirando
asombrado las trenzas largas de las chicas que pasaban bamboleándolas sobre sus
hombros. Y hasta las seguía, atontado por la fascinación que esos cabellos
largos ejercían sobre mí. Caminaba tras ellas durante mucho tiempo, a través de
las calles de la ciudad, siempre con miedo de que me vieran y adivinasen por
qué las estaba siguiendo.
Ver a mi hermana, cada mañana,
cepillarse los mechones fragantes de shampoo me anonadaba. Logré reprimir mis
sentimientos durante algún tiempo pero debo reconocer que mi debut fue con
ella… incestuoso, ¿no? La primera vez que corté pelo fueron sus cabellos,
tendría entre quince y diecisiete años y su larga trenza ya me obsesionaba, así
que una noche, me acerqué sigiloso a su cuarto y le corté un mechón, mientras
dormía. A la mañana siguiente hizo un escándalo, claro, típico de adolescente.
Nadie de la familia me adjudicó el hecho aunque estoy seguro de que tanto mi
madre como mis hermanos sabían que yo había sido el autor.
Esa noche fue plena. Por primera vez
supe del placer de besar y besar esos lindos cabellos, de apretarlos contra mis
mejillas y sentir su rico olor hasta que llegaron los movimientos del cuerpo y
fui feliz. Tuve la certeza de que ninguna otra parte del cuerpo femenino podría
nunca causarme la gloria que sentí al tener ese mechón de cabellos sobre mi
almohada. Y a partir de ahí, no pude parar.
12 de noviembre de 2013
Amores locos
Jorgito era el “loquito” del
pueblo. Con algo más de veinte años y un
nacimiento gracias a un parto complicado, tenía una mente de un nene de
primaria en un cuerpo de hombre. Era chocante escucharlo hablar entre
balbuceante y tartamudo expresar sentimientos y sensaciones algunas veces de
niño, otras de hombre.
Provenía de una familia muy humilde,
tan humilde que incluso él tenía que trabajar. Todos los días, ni bien
amanecía, luego de tomar el mate cocido calentito que le preparaba su mamá, se
calzaba su ropa favorita (siempre la misma camiseta desteñida de Boca), se
montaba a una desvencijada bicicleta roja y se dirigía al único diario de la
ciudad donde retiraba una pila de ejemplares para repartir entre sus clientes.
5 de noviembre de 2013
El vestido ajustado
Después de un año lectivo completo en la ciudad de Buenos Aires,
todavía cada quince días, cuando no podía viajar al pueblo a pasar el fin de
semana por razones económicas, pasaba esos dos días llorando y comiendo para
paliar la angustia.
Por suerte, las corridas de la semana, entre trabajo y facultad, no
dejaban que el cúmulo de alimentos que eran mi consuelo se vieran reflejados en
mi vientre y mis caderas.
El último mes y medio del año fue arduo. Las fechas de entrega de
trabajos prácticos, parciales y finales lograron que tome la terrible desición
de no viajar a mis pagos hasta Año Nuevo.
Un mes y medio tapada por los apuntes ya indescifrables hasta para
mí y durmiendo las pocas horas que el trabajo y losexámenes me lo permitían.
Así, llegué al 30 de Diciembre con abstinencia de pueblo, de mimos de madre, de
salidas con amigas y de él.
Con esa abstinencia desesperada a cuestas, subí en la estación de
Retiro al colectivo que tardaría casi seis horas en recorrer los doscientos
kilómetros que me llevarían hasta allá.
22 de octubre de 2013
La incubadora
Enero de 2012
Llegué tras la promesa de un trabajo.
En mi pueblo, de calles de tierra y poca gente no encuentro nada para hacer que
me permita ganar lo suficiente para mantener a Juanita y Martín. Así que me resigné
y los dejé con mi vieja por un tiempo, me vine a la capital de la provincia. La
señora Marcia me aseguró que acá iba a conseguir trabajo. Que ella me iba a dar
un cuartito en su casa y comida gratis hasta que yo cobre mi primer sueldo y se
lo pueda devolver. Bien que me endulzó los oídos con la cantinela de “laburo
rápido y sencillo”. Pero ni bien me bajé del colectivo con mi bolsito azul en
el que sólo traje algo de ropa y mi documento, las cosas cambiaron. Me trajo a
su casa, sí. Pero me sacó el documento y me encerró, diciéndome que espere
instrucciones. Tengo un poco de miedo.
Febrero de 2012
La señora Marcia me ayudó a ponerme
presentable: me tiñó el pelo de rubio… ¡rubia, yo, con la cara de india que
tengo, quién lo hubiera dicho! Y me trajo unas lentes de contacto celestes para
que use todos los días.
17 de octubre de 2013
Testigo invisible
Año y medio llevó terminarla. El
pueblo entero estaba convencido de que tanto tiempo de trabajo daría como
resultado una obra arquitectónica de envergadura. Así que el domingo 1 de
Octubre, fecha de natalicio de la ciudad y tras la convocatoria del intendente,
fuimos en manada a la plaza a presenciar y aplaudir la inauguración.
La primera desilusión fue la ausencia
en el acto del gobernador de la provincia, con el que todos queríamos una foto.
No era de extrañarse su ausencia: no pertenecía al mismo partido político que
nuestro alcalde así que el desaire era lo habitual. Y menos mal que no
apareció: la obra en cuestión era para avergonzar hasta el ciudadano con menos
conocimiento del mundo.
Nos reunimos todos, bajo el sol de
primavera para ver cómo los obreros de la municipalidad tiraban abajo las
maderas que rodeaban el nuevo monumento y lo habían ocultado hasta ese día de
la mirada curiosa de los vecinos.
15 de octubre de 2013
Insomnio
Laura caminó despacio los últimos
metros que la separaban de la única farmacia de la ciudad. Observó, sin
sorpresa, que aún permanecía cerrada. Suspiró, resignada y se sentó en el
cordón de la vereda dispuesta a esperar. Metió sus manos delicadas hasta el
fondo de los hondos bolsillos de su campera y cerró los ojos, intentando
descansar un poco, en medio del silencio abrumador que la rodeaba. Ni el gélido
aire de la mañana ni el cansancio la harían desistir de su propósito:
necesitaba hablar con don Armando, el viejo y sabio farmacéutico del pueblo.
Movió la cabeza con pesar. No tenía
muchas esperanzas de conseguir lo que venía a buscar. Ya varias de sus amigas
habían pasado por situaciones similares y el boticario jamás había accedido a
sus ruegos. Era inflexible. Pero Laura estaba desesperada y sentía que si no
conseguía ayuda, no podría seguir viviendo.
Insomnio. Eso era lo que la
torturaba. Había pasado los últimos cuatro días sin pegar un ojo. Recordó,
apesadumbrada, el dicho popular que pasaba de generación en generación y en que
el que don Armando creía fervientemente: “Si no puedes dormir es porque estás
despierto en el pensamiento de otra persona”.
10 de octubre de 2013
La resistencia
Me desperté sobresaltada. De
repente me encontré sola, sentada en la cama, abrazándome a mí
misma. Rodeada por la oscuridad de la noche y escuchando tan sólo el
latido agitado de mi corazón que se mezclaba con el traqueteo de
algún colectivo que rodaba, ruidoso, por la avenida más cercana.
La conciencia, que me mostraba
dónde estaba, quién era, qué hora era, también me planteaba una
verdad irrefutable y terrible: “Me gusta Néstor. Estoy enamorada
de él”. Me negué a escucharla... “Un sueño tonto”, me dije y
me abracé a la almohada perfumada, dispuesta a sumergirme otra vez
en la inconsciencia acogedora en al que tan cómoda me encontraba
hasta ese momento.
No resultó. Probé recostarme
de un lado. Intenté del otro. Me puse boca abajo. Me extendí
mirando el techo. Conté ovejas. Era imposible...
7 de octubre de 2013
La valija roja
Valeria
Y, sí. Yo soy la hermana mayor, tengo
que dar el ejemplo. Lucas no tiene ni idea de lo que está pasando, todavía es
chiquito. Mejor para él, así no sufre. No es que yo sufra mucho porque se vaya
de casa, creo que sin las constantes peleas vamos a vivir mejor. Ver todos los
días los ojos enrojecidos de mami y la cara de enojado de papá me tiene harta.
Además, a mí mucho no me quiere, siempre prefirió a Martina y habló mal de mí:
“ésta se la pasa escondida atrás de un libro, nunca quiere jugar, se las da de
inteligente, como la madre”, dice.
No sé qué hacer, realmente. Hace
media hora que estoy despierta, dando vueltas en la cama y con ganas de hacer
pis. La verdad, la verdad… no me quiero levantar y ver el momento en que se
marche con su enorme valija roja a cuestas. ¿Cuánto tiempo necesitará para
juntar sus cosas? ¿Qué estará haciendo mami, sola, en el comedor?
1 de octubre de 2013
Orgullo o vergüenza
La noticia en el diario del
pueblo me tomó por asalto: “Oscar Gómez, conocido vecino de la
ciudad, preso por hallarse involucrado en mafia de juego clandestino”. En no más de seis párrafos vergonzosos se describía el caso. La
nota iba acompañada de una foto de Oscar Gómez que no permitía
dudas sobre la existencia de otro hombre con el mismo nombre. Era el
abuelo.
Según el pasquín, lo habían
detenido en la puerta de su casa. Sentado en el banco de piedra que
usaba la mayor parte del día para charlar con todos los vecinos que
pasaban. Y con los bolsillos llenos de billetes y de papelitos en los
que se detallaban los números apostados, la quiniela elegida
(Nacional o Provincia), el importe en juego y el nombre del
apostador. “Las manos en la masa”, decían las frías letritas
negras.
Con mis nueve años, tenía la
convicción de que el abuelo era un superhéroe.
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