Jorgito era el “loquito” del
pueblo. Con algo más de veinte años y un
nacimiento gracias a un parto complicado, tenía una mente de un nene de
primaria en un cuerpo de hombre. Era chocante escucharlo hablar entre
balbuceante y tartamudo expresar sentimientos y sensaciones algunas veces de
niño, otras de hombre.
Provenía de una familia muy humilde,
tan humilde que incluso él tenía que trabajar. Todos los días, ni bien
amanecía, luego de tomar el mate cocido calentito que le preparaba su mamá, se
calzaba su ropa favorita (siempre la misma camiseta desteñida de Boca), se
montaba a una desvencijada bicicleta roja y se dirigía al único diario de la
ciudad donde retiraba una pila de ejemplares para repartir entre sus clientes.
Invariablemente los vendía a todos. Algunos
porque la gente pretendía informarse a través del pasquincito; la mayoría por
el afecto que sentían por el joven.
Resultaba gracioso verlo pedalear a
la máxima velocidad que sus flacas piernas podían alcanzar y al mismo tiempo
cantar a grito pelado las canciones que estaban de moda. Su buen humor y su
alegría de vivir eran contagiosos, era imposible no esbozar una sonrisa al
escucharlo. Sólo se apenaba y mucho cuando el club de sus amores perdía algún
partido. El lunes siguiente a tal desastre, sus ojitos color carbón se veían
agobiados y sus canciones no se escuchaban por ningún rincón del pueblo. Aún
así, salía a trabajar con la diez de Boca, sacando pecho y demostrando que
estaba junto a su equipo “en las buenas y en las malas”, como repetía. La única
forma de hacer enojar a Jorgito era burlándose de los xeneises, uno podía
recibir a cambio de tal afrenta una diatriba de insultos y hasta alguna
trompada.
Jorgito simpatizaba con todo aquel
con quien se cruzaba por la vida pero su corazoncito sentía debilidad por dos
personas. Una de ellas era don Roberto, el dueño de la casa de
electrodomésticos que había tenido el generoso gesto de regalarle, para uno de
sus cumpleaños, una radio con auriculares donde podía despuntar sus dos vicios:
la música y los relatos futbolísticos.
La otra era mi amiga Julia, de la que
no sólo Jorgito estaba enamorado… creo que por aquellos años, muchos de los
adolescentes del pueblo fantaseaban con ella.
No era para menos. Julia era tan
rubia que el sol palidecía a su lado, con uno enormes y dulces ojos castaños y
una nariz respingada que se asomaba, graciosa, sobre su boca de frutilla que
siempre está dispuesta a sonreír. Tenía en vilo el corazón de toda la población
masculina del colegio y lo sabía. Pero no disfrutaba con ello, su terrible
timidez le impedía convertirse en la reina indiscutida del ambiente estudiantil
y se veía desplazada de ese puesto que debería haber sido suyo sin objeciones,
por alguna otra muchacha de belleza más vulgar pero con la picardía de la que
ella carecía.
Precisamente esa timidez y la bondad
que irradiaba habían conquistado a Jorgito. Cada vez que la veía, se acercaba,
el decía algún piropo, le tiraba besos entusiastas que ella aceptaba con
sonrisas y sonrojos.
Cuando Julita cumplió los quince
años, sus padres hicieron lo que se acostumbraba por esos tiempos, entre los
que económicamente podían hacerlo, claro: le regalaron una motito… hermosa,
naranja, reluciente, que pasó a convertirse en el medio de transporte de
nuestro grupo de amigas. Llegamos al extremo de sacar turno para disfrutar del
placer de dar una vuelta por el centro en la “máquina naranja”, como la
apodábamos.
Ahí fue cuando la situación se
complicó. Cada vez que Jorgito se cruzaba con Julia; él en bici, ella en moto,
enloquecía de pasión y se lanzaba a perseguirla a toda velocidad, expresándole
su amor en una mezcla de poema romántico y alarido obsceno que a mi amiga
comenzó a atemorizar.
El enamoramiento de Jorgito llegó a
un punto en que sabía los horarios de Juli: la esperaba a la salida del
colegio, cuando ella iba a su clase de gimnasia, en las inmediaciones de mi
casa ya que había descubierto que ella venía todos los días a tomar mates
conmigo. Incluso comenzó a asistir a la misa de la mañana de los domingos con
el objeto de sentarse lo más cerca posible de ella y esperarla con un grito y
una flor en la escalinata.
Julita empezó a desesperar. Su
natural timidez la llevó a tratar de evitar, por todos los medios, estos
encuentros. Pero nada le daba resultado. Por más que cambiaba sus rutinas, sus
puntos de encuentro con amigas, los trayectos a recorrer, Jorgito luego de un
par de días de desconcierto, volvía a encontrarla.
La historia de amor y persecución
duró hasta el año en que terminamos quinto año y nos fuimos del pueblo, en
busca de nuevos horizontes, como lo hacen casi todos los chicos del interior.
No supe cómo tomó Jorgito la pérdida de su “princesa”, como él la llamaba. Y no tuve más
noticias de él hasta ayer, quince años después y a través de un llamado de mi madre
que, entre otras cosas, me contó de su muerte, ocasionada por una falla
congénita de su siempre joven corazón.
Hoy, como todos los martes, me
encontré con mi amiga a cenar y compartir confidencias, como venimos haciendo
desde que nos conocemos. Ya estábamos por el postre y terminando nuestra
botella de vino, cuando recordé la noticia recibida y se la conté.
Con cierto asombro, vi como a Julia,
siempre bella, siempre luminosa se le llenaban los ojos de lágrimas. “¿Sabés
una cosa?”, me preguntó. “En todos estos años y con todos los romances que he
vivido (vos sabés que no son pocos), nunca encontré un hombre que me ame como
lo hizo Jorgito”.
Tuve la certeza de que era necesaria otra botella de vino. La pedí y
lloramos juntas sobre el mantel blanco del coqueto restaurante. Ojalá que
Jorgito nos haya visto.
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