15 de octubre de 2013

Insomnio

Laura caminó despacio los últimos metros que la separaban de la única farmacia de la ciudad. Observó, sin sorpresa, que aún permanecía cerrada. Suspiró, resignada y se sentó en el cordón de la vereda dispuesta a esperar. Metió sus manos delicadas hasta el fondo de los hondos bolsillos de su campera y cerró los ojos, intentando descansar un poco, en medio del silencio abrumador que la rodeaba. Ni el gélido aire de la mañana ni el cansancio la harían desistir de su propósito: necesitaba hablar con don Armando, el viejo y sabio farmacéutico del pueblo.
Movió la cabeza con pesar. No tenía muchas esperanzas de conseguir lo que venía a buscar. Ya varias de sus amigas habían pasado por situaciones similares y el boticario jamás había accedido a sus ruegos. Era inflexible. Pero Laura estaba desesperada y sentía que si no conseguía ayuda, no podría seguir viviendo.
Insomnio. Eso era lo que la torturaba. Había pasado los últimos cuatro días sin pegar un ojo. Recordó, apesadumbrada, el dicho popular que pasaba de generación en generación y en que el que don Armando creía fervientemente: “Si no puedes dormir es porque estás despierto en el pensamiento de otra persona”.
Romántico, sí. Pero duro de sobrellevar cuando pasaban varias noches sin descanso... quizás con algún medicamento pudiera obtener, aunque más no sea, una leve somnolencia que le permitiera recuperar sus fuerzas.
Cuando don Armando asomó por la esquina del colegio y la vio, supo el motivo de su temprana visita. Y movió la cabeza a ambos lados, como anticipando su respuesta. Cubriendo sus delgados hombros con un brazo protector, la ayudó a tomar asiento en un banquito despintado, detrás del mostrador y calentó un poco de agua para charlar, mates de por medio.
“¿Cuántos días hace que no dormís, Laurita?”, inquirió con su voz cascada. “Cuatro”, apenas susurró la joven mientras se aferraba con ambas manos al mate, en un intento de caldear sus manos temblorosas.
“Mirá, hermosa... sabés que me niego a dar droga alguna para estos casos. El amor no se cura con pastillas. Sólo hay un camino: descubrir quién no puede dejar de pensarte y poner lo que pasa en palabras. Así tu enamorado se verá correspondido o desilusionado. En cualquiera de los casos, dejará de imaginarte y podrás volver a dormir”
Dos lágrimas silenciosas rodaron por las mejillas sonrosadas de Laura y fueron el inicio de un llanto descontrolado del que surgían algunas frases entrecortadas: “muy cansada”... “algún medicamento”... “sólo una vez”... “no sé quién puede ser”...
Don Armando la sostuvo largo rato entre sus brazos y esperó que los sollozos se convirtieran en hipidos avergonzados. “Laurita, Laurita, no te angusties. Sos una chica inteligente y tu agudeza, en poco tiempo te permitirá ver quién es el que te piensa. Y ahí todo quedará en tus manos: si el amor es correspondido, dejará de imaginarte pues dormirá tranquilo; si no lo es, también dejará de lado sus cavilaciones sobre vos y dormirá para olvidarte”
La muchacha limpió sus lágrimas con la manga de su roja camiseta y se encogió de hombros, impávida. No creía en las teorías del anciano y se sintió desfallecer... si no lograba conciliar el sueño, moriría de fatiga. Sin más palabras se calzó su grueso abrigo y salió a la calle, inhóspita y aún solitaria.
Emprendió así, la pesquisa para averiguar quién era el causante de su desvelo. Escrutó la cara de cada uno de sus compañeros de colegio, buscando algún indicio... interrogó con fiereza a sus amigas, sospechando que alguna de ellas podría tener un dato escondido... increpó a su hermano mayor para que le revelara los enamoramientos de todos sus compinches. Todo fue en vano.
Supo del enamoramiento del ayudante del verdulero de la esquina para con su prima menor... se enteró de que el profesor de matemáticas amaba en secreto a la preceptora del turno tarde, la de los ojos maquillados y el cabello recogido... se interesó por las peleas entre la parejita de recién casados, que se había mudado al barrio, pero descubrió que todas eran causadas por la coquetería de ella para con el resto del universo masculino. No lograba ni siquiera establecer una mínima sospecha sobre hombre alguno que estuviera interesado en su persona, al punto de pensarla tanto que no le permitiera dormir.
Tras diez días sin sosiego, Laura se rindió. Ya sin fuerzas, cerró los postigos de su cuarto, abrazó a su oso de peluche favorito, ese que tenía desde que era una nena regordeta que no despertaba pasión alguna y se recostó en su tibia y mullida cama. A esperar, con los ojos cerrados, intentando que el sueño reparador llegue antes que la muerte, que sabía, la estaba acechando.
Su madre, su hermano y sus amigas no supieron como ayudar. Don Armando, rendido ante la cobardía del anónimo enamorado que no daba la cara, ni siquiera con el fin de salvar a la mujer que rondaba en su cabeza, por primera vez en la historia del pueblo, se vio obligado a ceder y le administró un fuerte somnífero. Por supuesto, no surtió efecto, confirmando así su sentencia... “el amor no se cura con pastillas”...
Las chicas se organizaron. Recorrieron casa por casa. Hablaron con todos los hombres que se cruzaron. Empezaron por los muchachos de su edad... siguieron con los universitarios, que vivían en las ciudades donde se emplazaban sus casas de estudios pero que quizás recordaban a Laurita. Y siguieron, subiendo y bajando: generaron  más de un conflicto matrimonial al encarar, en su urgencia por salvar a la joven, a todos los hombres casados del pueblo. Llegaron a visitar a los ancianos que ya no tenían interés alguno por el sexo opuesto e interrogaron, con ternura, a los más pequeños.
Nada sucedió. Ningún hombre confesó interés amoroso por Laurita... ni los ruegos ni las amenazas ni las promesas de mantener el secreto bien guardado surtieron efecto.
Por fin, se dieron por vencidas. Y se sentaron, con los ojos grandes por la tristeza, a esperar que la muerte se apiadara del sufrimiento de Laura y se la llevara.
El primer domingo de primavera, la mamá de Laura sintió un cambio. Atónita, se incorporó en el sillón en el que dormitaba, a los pies de la cama de su hija y notó que la adolescente dormía. En el aire no se notaba el sopor de la espera ni el frío de la muerte. Laurita, abrazada a su ajado osito, respiraba profundamente y descansaba.
Así pasaron tres días, en los que su madre no se movió de su lado y pudo observar su transformación: las oscuras ojeras comenzaron a diluirse, la piel traslúcida volvió a tomar color, los músculos del joven cuerpo se relajaron y dejaron el tieso sufrimiento de días atrás. Aliviada, la vio abrir los ojos despacito y pedir, con un hilo de voz, un jugo de naranjas.
En el momento en que salió presurosa, a buscar la bebida, se encontró con todas las amigas de Laura, que la esperan en la cocina y que tenían la respuesta al misterio. En silencio, le extendieron el periódico local, en cuya primera plana la noticia asustaba: el sacerdote más joven del pueblo se había suicidado tres días atrás.

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