Laura caminó despacio los últimos
metros que la separaban de la única farmacia de la ciudad. Observó, sin
sorpresa, que aún permanecía cerrada. Suspiró, resignada y se sentó en el
cordón de la vereda dispuesta a esperar. Metió sus manos delicadas hasta el
fondo de los hondos bolsillos de su campera y cerró los ojos, intentando
descansar un poco, en medio del silencio abrumador que la rodeaba. Ni el gélido
aire de la mañana ni el cansancio la harían desistir de su propósito:
necesitaba hablar con don Armando, el viejo y sabio farmacéutico del pueblo.
Movió la cabeza con pesar. No tenía
muchas esperanzas de conseguir lo que venía a buscar. Ya varias de sus amigas
habían pasado por situaciones similares y el boticario jamás había accedido a
sus ruegos. Era inflexible. Pero Laura estaba desesperada y sentía que si no
conseguía ayuda, no podría seguir viviendo.
Insomnio. Eso era lo que la
torturaba. Había pasado los últimos cuatro días sin pegar un ojo. Recordó,
apesadumbrada, el dicho popular que pasaba de generación en generación y en que
el que don Armando creía fervientemente: “Si no puedes dormir es porque estás
despierto en el pensamiento de otra persona”.
Romántico, sí. Pero duro de sobrellevar cuando pasaban varias noches sin descanso... quizás con algún medicamento pudiera obtener, aunque más no sea, una leve somnolencia que le permitiera recuperar sus fuerzas.
Romántico, sí. Pero duro de sobrellevar cuando pasaban varias noches sin descanso... quizás con algún medicamento pudiera obtener, aunque más no sea, una leve somnolencia que le permitiera recuperar sus fuerzas.
Cuando don Armando asomó por la
esquina del colegio y la vio, supo el motivo de su temprana visita. Y movió la
cabeza a ambos lados, como anticipando su respuesta. Cubriendo sus delgados
hombros con un brazo protector, la ayudó a tomar asiento en un banquito
despintado, detrás del mostrador y calentó un poco de agua para charlar, mates
de por medio.
“¿Cuántos días hace que no dormís,
Laurita?”, inquirió con su voz cascada. “Cuatro”, apenas susurró la joven
mientras se aferraba con ambas manos al mate, en un intento de caldear sus
manos temblorosas.
“Mirá, hermosa... sabés que me niego
a dar droga alguna para estos casos. El amor no se cura con pastillas. Sólo hay
un camino: descubrir quién no puede dejar de pensarte y poner lo que pasa en
palabras. Así tu enamorado se verá correspondido o desilusionado. En cualquiera
de los casos, dejará de imaginarte y podrás volver a dormir”
Dos lágrimas silenciosas rodaron por
las mejillas sonrosadas de Laura y fueron el inicio de un llanto descontrolado
del que surgían algunas frases entrecortadas: “muy cansada”... “algún
medicamento”... “sólo una vez”... “no sé quién puede ser”...
Don Armando la sostuvo largo rato
entre sus brazos y esperó que los sollozos se convirtieran en hipidos
avergonzados. “Laurita, Laurita, no te angusties. Sos una chica inteligente y
tu agudeza, en poco tiempo te permitirá ver quién es el que te piensa. Y ahí
todo quedará en tus manos: si el amor es correspondido, dejará de imaginarte
pues dormirá tranquilo; si no lo es, también dejará de lado sus cavilaciones
sobre vos y dormirá para olvidarte”
La muchacha limpió sus lágrimas con
la manga de su roja camiseta y se encogió de hombros, impávida. No creía en las
teorías del anciano y se sintió desfallecer... si no lograba conciliar el
sueño, moriría de fatiga. Sin más palabras se calzó su grueso abrigo y salió a
la calle, inhóspita y aún solitaria.
Emprendió así, la pesquisa para
averiguar quién era el causante de su desvelo. Escrutó la cara de cada uno de
sus compañeros de colegio, buscando algún indicio... interrogó con fiereza a
sus amigas, sospechando que alguna de ellas podría tener un dato escondido...
increpó a su hermano mayor para que le revelara los enamoramientos de todos sus
compinches. Todo fue en vano.
Supo del enamoramiento del ayudante
del verdulero de la esquina para con su prima menor... se enteró de que el
profesor de matemáticas amaba en secreto a la preceptora del turno tarde, la de
los ojos maquillados y el cabello recogido... se interesó por las peleas entre
la parejita de recién casados, que se había mudado al barrio, pero descubrió
que todas eran causadas por la coquetería de ella para con el resto del
universo masculino. No lograba ni siquiera establecer una mínima sospecha sobre
hombre alguno que estuviera interesado en su persona, al punto de pensarla
tanto que no le permitiera dormir.
Tras diez días sin sosiego, Laura se
rindió. Ya sin fuerzas, cerró los postigos de su cuarto, abrazó a su oso de
peluche favorito, ese que tenía desde que era una nena regordeta que no
despertaba pasión alguna y se recostó en su tibia y mullida cama. A esperar,
con los ojos cerrados, intentando que el sueño reparador llegue antes que la
muerte, que sabía, la estaba acechando.
Su madre, su hermano y sus amigas no
supieron como ayudar. Don Armando, rendido ante la cobardía del anónimo
enamorado que no daba la cara, ni siquiera con el fin de salvar a la mujer que
rondaba en su cabeza, por primera vez en la historia del pueblo, se vio
obligado a ceder y le administró un fuerte somnífero. Por supuesto, no surtió
efecto, confirmando así su sentencia... “el amor no se cura con pastillas”...
Las chicas se organizaron.
Recorrieron casa por casa. Hablaron con todos los hombres que se cruzaron.
Empezaron por los muchachos de su edad... siguieron con los universitarios, que
vivían en las ciudades donde se emplazaban sus casas de estudios pero que
quizás recordaban a Laurita. Y siguieron, subiendo y bajando: generaron más de un conflicto matrimonial al encarar,
en su urgencia por salvar a la joven, a todos los hombres casados del pueblo.
Llegaron a visitar a los ancianos que ya no tenían interés alguno por el sexo
opuesto e interrogaron, con ternura, a los más pequeños.
Nada sucedió. Ningún hombre confesó
interés amoroso por Laurita... ni los ruegos ni las amenazas ni las promesas de
mantener el secreto bien guardado surtieron efecto.
Por fin, se dieron por vencidas. Y se
sentaron, con los ojos grandes por la tristeza, a esperar que la muerte se
apiadara del sufrimiento de Laura y se la llevara.
El primer domingo de primavera, la
mamá de Laura sintió un cambio. Atónita, se incorporó en el sillón en el que
dormitaba, a los pies de la cama de su hija y notó que la adolescente dormía.
En el aire no se notaba el sopor de la espera ni el frío de la muerte. Laurita,
abrazada a su ajado osito, respiraba profundamente y descansaba.
Así pasaron tres días, en los que su
madre no se movió de su lado y pudo observar su transformación: las oscuras
ojeras comenzaron a diluirse, la piel traslúcida volvió a tomar color, los
músculos del joven cuerpo se relajaron y dejaron el tieso sufrimiento de días
atrás. Aliviada, la vio abrir los ojos despacito y pedir, con un hilo de voz,
un jugo de naranjas.
En el momento en que salió presurosa, a buscar la bebida, se encontró
con todas las amigas de Laura, que la esperan en la cocina y que tenían la
respuesta al misterio. En silencio, le extendieron el periódico local, en cuya
primera plana la noticia asustaba: el sacerdote más joven del pueblo se había
suicidado tres días atrás.
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