Desde chico fui el raro de la calle.
Nunca disfruté de los juegos en equipo como el fútbol o el básquet ni de las
travesuras idiotas que ideaban mis compañeros de tardes: robar manzanas al
vecino o romperle la muñeca a la nena más llorona del barrio jamás me pareció
divertido. Sabía que era distinto al resto de los chicos y eso siempre me
avergonzó, me daba cuenta de que mi forma de pensar y actuar no era la habitual
y por eso la ocultaba.
He perdido horas enteras mirando
asombrado las trenzas largas de las chicas que pasaban bamboleándolas sobre sus
hombros. Y hasta las seguía, atontado por la fascinación que esos cabellos
largos ejercían sobre mí. Caminaba tras ellas durante mucho tiempo, a través de
las calles de la ciudad, siempre con miedo de que me vieran y adivinasen por
qué las estaba siguiendo.
Ver a mi hermana, cada mañana,
cepillarse los mechones fragantes de shampoo me anonadaba. Logré reprimir mis
sentimientos durante algún tiempo pero debo reconocer que mi debut fue con
ella… incestuoso, ¿no? La primera vez que corté pelo fueron sus cabellos,
tendría entre quince y diecisiete años y su larga trenza ya me obsesionaba, así
que una noche, me acerqué sigiloso a su cuarto y le corté un mechón, mientras
dormía. A la mañana siguiente hizo un escándalo, claro, típico de adolescente.
Nadie de la familia me adjudicó el hecho aunque estoy seguro de que tanto mi
madre como mis hermanos sabían que yo había sido el autor.
Esa noche fue plena. Por primera vez
supe del placer de besar y besar esos lindos cabellos, de apretarlos contra mis
mejillas y sentir su rico olor hasta que llegaron los movimientos del cuerpo y
fui feliz. Tuve la certeza de que ninguna otra parte del cuerpo femenino podría
nunca causarme la gloria que sentí al tener ese mechón de cabellos sobre mi
almohada. Y a partir de ahí, no pude parar.
Mi pasión por los cabellos,
preferentemente largos y rubios se transformó pronto en compulsión. Era como un
drogadicto sin drogas, tenía la urgencia de salir a la calle a buscar mujeres y
cortarles sus cabellos con una tijera bien filosa, para luego poder satisfacer
mi nuevo vicio. Comencé a hacerlo dos o tres veces por semana hasta que, a la
edad de 22 años, en un viaje corto a Berlín fui detenido por primera vez,
después de haberle cortado el cabello a varias muchachas durante una misma
tarde. Es que la capital alemana tiene ese no sé qué que vuelve a todas las
mujeres bellas, con largos cabellos sueltos y libres al viento. Un no sé qué
que hizo que perdiera la cabeza, no pude controlarme y terminé preso.
Cuando viajé a Hamburgo me pasó lo
mismo. Me obsesioné de tal forma con esas melenas que no pude refrenarme y fui
detenido por segunda vez. Ahí fue cuando me di cuenta de que lo mío era una
enfermedad, no podía manejarlo. Tampoco me preocupó demasiado porque no le
causaba daño a nadie, sólo un cierto enojo en las damas atacadas pero no mucho
más. Mi “enfermedad” no necesitaba ser tratada, pensé.
Seguí, seguí y seguí: noches de
placer inmensos me avalaron. Hasta que hace una semana le corté el pelo a una
hermosa niña de unos quince años, que me hizo acordar a mi hermana, durante un
viaje en un tranvía. Y esta vez no sólo fui detenido sino que, al confesar que
sólo lo había hecho para satisfacer un deseo sexual, fui enviado a este inmundo
lugar: Sala de Observación de Alienados, lo llaman. Un loquero, bah. Intentan,
a través de charlas con médicos, de tests psicológicos, de relatos por escrito
desentrañar qué es lo que pasa por mi mente “retorcida”. No pueden comprender
que ni unas buenas tetas ni unas largas piernas ni una boca pulposa despiertan
en mí el más mínimo interés, que sólo me excito con un lindo mechón de pelo
rubio.
No sé cuánto tiempo me piensan tener
acá. Mucho no me importa, la comida es buena, la cama es cómoda, puedo
descansar y hacer lo que quiero, entre test y test. Y Mónica, la enfermera
encargada de traerme la medicación tiene escondida bajo la cofia una mata de
cabello dorado que me tiene totalmente embriagado. Sólo me falta conseguir una
tijera.
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