Año y medio llevó terminarla. El
pueblo entero estaba convencido de que tanto tiempo de trabajo daría como
resultado una obra arquitectónica de envergadura. Así que el domingo 1 de
Octubre, fecha de natalicio de la ciudad y tras la convocatoria del intendente,
fuimos en manada a la plaza a presenciar y aplaudir la inauguración.
La primera desilusión fue la ausencia
en el acto del gobernador de la provincia, con el que todos queríamos una foto.
No era de extrañarse su ausencia: no pertenecía al mismo partido político que
nuestro alcalde así que el desaire era lo habitual. Y menos mal que no
apareció: la obra en cuestión era para avergonzar hasta el ciudadano con menos
conocimiento del mundo.
Nos reunimos todos, bajo el sol de
primavera para ver cómo los obreros de la municipalidad tiraban abajo las
maderas que rodeaban el nuevo monumento y lo habían ocultado hasta ese día de
la mirada curiosa de los vecinos.
Como si fuera el muro de Berlín, el muro cayó ante los ojos expectantes de cientos de personas que se habían reunido dispuestos a enorgullecerse, sin saber muy bien de qué. Al fin, el misterio se develó: una fuente circular, llena de agua cristalina, con focos en el fondo, que seguramente de noche lucirían un tanto más bellos y que largaba un chorro central hacia el cielo y varios chorritos de menor calibre desde la circunferencia externa hacia el centro. “Parece un flan”, escuché que decía mi abuela, en voz baja. Y era cierto: el agua tenía tan poca fuerza que la fuente se asemejaba a un flan o a una gelatina temblorosa.
Como si fuera el muro de Berlín, el muro cayó ante los ojos expectantes de cientos de personas que se habían reunido dispuestos a enorgullecerse, sin saber muy bien de qué. Al fin, el misterio se develó: una fuente circular, llena de agua cristalina, con focos en el fondo, que seguramente de noche lucirían un tanto más bellos y que largaba un chorro central hacia el cielo y varios chorritos de menor calibre desde la circunferencia externa hacia el centro. “Parece un flan”, escuché que decía mi abuela, en voz baja. Y era cierto: el agua tenía tan poca fuerza que la fuente se asemejaba a un flan o a una gelatina temblorosa.
El intendente, con el pecho henchido
de orgullo dijo unas palabras y cortó pomposamente las cintas, inaugurando así,
como dijo muy serio “un nuevo motivo para hacernos venir a la plaza con
alegría”. Hinchaba tanto el pecho y se estiraba tanto para parecer más alto y
elegante que se asemejaba a un pomposo pavo real.
Incapaces de desairar a la autoridad,
a pesar de su delirio de grandeza que nos parecía bastante estúpido, lo
aplaudimos moderadamente y cada familia volvió a su casa, criticando entre
dientes el gasto y trabajo excesivo dedicado a tal fantochada, existiendo
tantas necesidades reales por cubrir. Pero el espíritu pueblerino que suele
sentirse intimidado ante los políticos, nos impidió abuchearlo o tirarle un buen
tomatazo como se merecía y como quizás sí hubieran hecho nuestros compatriotas
de la capital.
Al otro día, leí la reseña del acto
en el diario local. Y en un recuadro, no sin causarme cierta hilaridad, pude
desasnarme sobre las formas de uso de la fuente en cuestión.
Llevar a los niños a jugar con sus
patitos, tiburones y cualquier otro tipo de animalito acuático. Armarles
barquitos de papel con hojas de diarios viejos y disfrutar de una tarde de
distracción. Dejar descansar la vista en el agua relajante mientras enlazamos
los dedos con nuestra pareja. Sentarse a leer o tejer, escuchando el sonido
tintineante de los chorritos al caer sobre la superficie. Y un detalle de los
“no”: no arrojar basura en el agua, no utilizarla para regar las plantas de la
plaza, no saciar la sed ya que no es agua apta para consumo, no lavarse manos
ni cara, no meterse en la fuente como si fuera una pileta porque se corría
riesgo de electrocución. Era el perfecto manual para aprender a usar el nuevo
adminículo adquirido por el pueblo.
Pero el administrador comunal no
había contado con dos factores importantes que llevaron a su fuente a
convertirse en el hazmerreír de la zona: los adolescentes y el aburrimiento.
La ciudad estaba llena de chicos
cursando la escuela secundaria, con demasiado tiempo libre y pocas opciones
para entretenerse. Así que la aparición de la fuente comenzó a ser motivo de
charlas, entre grupos alborotados por las hormonas y por el vientito de
libertad que estaban comenzando a disfrutar desde que se había recuperado la
democracia. Así que las mentes juveniles bullían de ideas “revolucionarias” y
contaban con las condiciones sociales que les dejaban campo abierto para
ponerlas en práctica.
La primera trapisonda se dio dos
semanas después de la fastuosa inauguración, más precisamente el 17 de octubre,
día peronista si los hay. Uno de los chicos que estaba cursando cuarto año tuvo
la idea de recrear aquel 17 de Octubre y convocó a todos sus amigos a reunirse
en la plaza, a la hora de la merienda para “meter las patas en la fuente”. Y
como en todo pueblo, el boca en boca funcionó de maravillas: a la hora
convenida, la plaza era un hervidero de pibes de todas las edades que hacían
cola para chapotear un rato, algunos por convicción política, otros porque
habían encontrado una forma de pasar el rato de manera divertida y sientiéndose
rebeldes por su accionar. Patas tras patas fueron sumergiéndose en el agua
clara, entre gritos y carcajadas, se escucharon gritos de “Viva Perón” por
doquier y hasta algunos se animaron a entonar a grito pelado la marchita
peronista. El intendente, de sesgo político contrario al de la convocatoria,
miraba horrorizado desde la ventana de su despacho del edificio de la Municipalidad , sin
saber cómo hacer para parar semejante salvajada.
Un par de meses después ocurrió el
segundo desmán. El mismo grupo de pillos aburridos decidieron que la fuente se
veía “sin vida”. Así que una noche de verano, montaron en sus bicis
descascaradas y se fueron hasta el río cercano, de excursión. Con un par de
cañas de pescar, pasaron un par de horas sentados en el pasto seco, intentando
capturar especies que conformaran una muestra de la fauna autóctona. La idea
fue un fracaso: sólo lograron sacar entre quince y veinte “viejas del agua”,
pez feo, negro y con bigotes, sin ningún atractivo que mereciera ser expuesto
en ningún acuario. No obstante, no desfallecieron. Nunca supe bien a quién se
le ocurrió la idea de volver a la ciudad con las viejas del agua bien cuidadas
en un par de baldes llenos de agua lodosa y en el taller del padre de uno de
los chicos, se dedicaron con verdadero talento artístico a decorar los feos
bichos con pintura fosforescente amarilla y anaranjada. El arte concluyó alrededor
de las tres de la mañana y desde allí, orgullosos se dirigieron a la fuente a
dejar el producto de su trabajo. Al día siguiente, la sorpresa de los vecinos
fue mayúscula: la fuente no sólo estaba habitada sino que sus inquilinos eran
los horrendos especimenes decorados con puntitos, círculos y rayas, conformando
un espectáculo digno de admiración. La plaza se convirtió en un paseo obligado
para ver semejante espectáculo y el intendente, ya bastante enojado, mandó una
cuadrilla de empleados a sacar los animalejos de su preciada obra, lo que causó
la hilaridad del público, entre el que se encontraban los muchachos
responsables del mini zoológico.
A partir de esa noche, el intendente
herido en su orgullo, dispuso la presencia de un guardián en la plaza durante
las 24 horas. Así que los chicos siguieron con sus ocupaciones habituales hasta
que, pasados algunos meses, el guardián comenzó a relajar su tarea ya que veía
que nada pasaba y se empezó a permitir algunas siestitas en uno de los bancos
de madera más cercanos al objeto de su cuidado. Atentos a esto, los chicos
decidieron animarse otra incursión, sabedores que si lograban llevarla a cabo
con éxito, sería la última porque el intendente ya no cejaría en su empeño de
atrapar a los responsables.
Con paciencia, esperaron una noche
muy fría, en la que el guardián se permitió tomarse un par de horitas para
dormitar un rato en su cama, calentita y mullida, confiando en que la crueldad
del invierno sacaría las ganas de los traviesos de salir a la calle, siquiera.
Atentos a esto, los pibes corrieron a la plaza, desierta y cubierta por una
bruma húmeda y helada que se les metía hasta los huesos, cargando bidones de
cinco litros de detergente que habían ido comprando de a poquito, para no
levantar sospechas. Y así fue que, aguantando la risa y hablando en susurros
descargaron en la dichosa fuente alrededor de quince litros de detergente, los
que al ser removidos por los chorritos de agua, crearon tal cantidad de espuma
que empezó a desbordar por todos lados. La sorpresa de la gente, al otro día,
fue mayúscula: ya no tenían una fuente de agua cristalina sino un enorme
jacuzzi listo para el baño de espuma. Incluso, el viento frío de Agosto lograba
que la espuma se levantara de la superficie de la vereda y se veían burbujas
por todos lados.
Tal como los pícaros lo esperaban, el
intendente se enfureció, llegando incluso a dar una mini conferencia de prensa
en la que aseguró que encontraría a los culpables de tales desmanes. Las
pesquisas no lo llevaron a ningún lado. Los bribones habían resultado ser más
bribones que él mismo y habían logrado poner en evidencia lo ridículo de
semejante gasto en tan poca cosa.
Y comenzó una verdadera cacería de
brujas. Padres enojados y padres que se divertían con lo que estaba
aconteciendo, se dedicaron a interrogar a sus hijos. Docentes y directivos de
los tres colegios del pueblo, no empapados aún del todo del nuevo espíritu
democrático que se gozaba en el país, dispararon discursos autoritarios en los
que instaban a los culpables a reconocer la autoría del delito cometido.
Incluso el curita de la única iglesia que se erguía, majestuosa, frente a la
plaza, instó a sus fieles a confesar el pecado cometido.
Nada resultó. Ni las bromas que
intentaban mostrarse cómplices ni los reclamos indignados. Ni las preguntas
resueltas ni las indirectas inteligentes. Ninguno de los adolescentes se dignó
a abrir la boca. Habían
juramentado guardar el secreto y así lo hicieron.
Pasaron los meses y el verano asomó
por esos lares. Ya nadie hablaba de los desmanes relacionados con la fuente. Las
elucubraciones al respecto pasaron a un segundo plano, ensombrecidas por el
apasionado romance que había salido a la luz entre el joven profesor de inglés
del Nacional y una de sus alumnas.
Así las cosas, los muchachotes, como
todas las tardecitas de verano, se sentaron alrededor de la fuente a beber una
cerveza fresca, discutir sobre las jugadas más polémicas del último picadito de
fútbol y planificar la salida a bailar del sábado próximo.
En eso estaban cuando se aproximó
Toro, a pedirles un vasito de cerveza y un cigarrillo. Toro era uno de los
personajes del pueblo… borrachín y un poco pendenciero, vagaba de bar en bar y
de reunión en reunión gastando la cuantiosa fortuna que había recibido de su
padre, que había muerto joven y rico, dejándolo solo, en un mundo demasiado
acelerado para su corto intelecto.
Los chicos le tenía afecto. Solían
dejarlo frecuentar sus asados y guitarreadas y a nadie le molestaba si estaba
borracho, sucio o con mal olor. Y Toro, que era lerdo de entendederas pero de
corazón sensible, se sentía a gusto con los jóvenes que no lo molestaban y lo
incorporaban, sin prejuicios, a su grupo.
Con un brillo pícaro en sus ojitos
achinados, agarró el cigarrillo ofrecido y declinó la invitación a sentarse
pues “otros compromisos lo reclamaban”. Pero antes de irse, acercó su boca al
oido de Patricio, el líder del grupo, y le susurró: “la idea del detergente fue
la que más me hizo reir de todas… me hicieron pasar una noche maravillosa”. Y
se fue rengueando, con el cigarrillo entre los dientes y dejando una carcajada
sonora en el aire cálido de la noche.
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