Me desperté sobresaltada. De
repente me encontré sola, sentada en la cama, abrazándome a mí
misma. Rodeada por la oscuridad de la noche y escuchando tan sólo el
latido agitado de mi corazón que se mezclaba con el traqueteo de
algún colectivo que rodaba, ruidoso, por la avenida más cercana.
La conciencia, que me mostraba
dónde estaba, quién era, qué hora era, también me planteaba una
verdad irrefutable y terrible: “Me gusta Néstor. Estoy enamorada
de él”. Me negué a escucharla... “Un sueño tonto”, me dije y
me abracé a la almohada perfumada, dispuesta a sumergirme otra vez
en la inconsciencia acogedora en al que tan cómoda me encontraba
hasta ese momento.
No resultó. Probé recostarme
de un lado. Intenté del otro. Me puse boca abajo. Me extendí
mirando el techo. Conté ovejas. Era imposible...
Resignada, decidí levantarme, caminé descalza hasta la heladera a buscar un vaso de Coca (desoyendo todos los consejos de mi madre: “no toques la heladera estando sin calzado...”) y me senté a pensar en el balcón, observando la calle vacía y la luna que parecía una cara mofletuda que se estaba riendo de mi incertidumbre.
Resignada, decidí levantarme, caminé descalza hasta la heladera a buscar un vaso de Coca (desoyendo todos los consejos de mi madre: “no toques la heladera estando sin calzado...”) y me senté a pensar en el balcón, observando la calle vacía y la luna que parecía una cara mofletuda que se estaba riendo de mi incertidumbre.
El aire cálido de febrero
terminó de arruinar mi humor pero ya sabía que no iba a dormirme
otra vez. Eran las tres de la madrugada del jueves y yo, acalorada y
fastidiada, decidí enfrentarme al fantasma que me estaba
importunando.
Néstor. Mi mejor amigo. El que
siempre estaba allí, a mano. Dispuesto a escuchar mis problemas (que
no eran pocos) a cualquier hora del día. Siempre con una sonrisa y
un abrazo disponibles para mí. “O para cualquier otro amigo que lo
necesite, vamos... no seas vanidosa”, me auto descendí de la nube.
“¿Cómo sucedió ésto?
¿Cuándo fue que me empezó a gustar? ?¿Cómo no me di cuenta
antes?”... demasiadas preguntas rondaban mi cabeza confundida. Y la
más difícil de todas: “¿Qué hago con este lío? ¿Cómo me
comporto con él igual que siempre si ya nada es como siempre?
No pude evitar recordar todas
los momentos juntos... salidas con amigos, incluso cada uno con su
pareja del momento... bailes, alguna que otra embriaguez compartida,
charlas sin sentido hasta cualquier hora... Y nunca, pero nunca se
nos había pasado por la cabeza la idea de ser algo más que amigos.
Las coincidencias eran muchas,
eso sí. “Los gemelos fantásticos”, nos decían los demás. A
veces, asombrados de lo similares que éramos; otras con un atisbo de
envidia porque nuestras conversaciones eran eso: “nuestras” y no
era simple que lograran inmiscuirse en esos códigos que
compartíamos.
Me acordé de lo feliz que me
sentí cuando viajó conmigo a ver al Indio. Tantos amigos ricoteros
y el único que aceptó venir fue él. Y rememoré, también, su
rostro plagado de alegría cuando recorrí media ciudad para ir a
verlo tocar en un bar con sus amigos.
Y los debates sobre política...
horas de mate y discusiones. No necesitábamos nada más.
Pero ahora, me estaba dando
cuenta de que yo sí necesitaba algo más y ante eso, mi cuerpo se
puso tenso. El estado de alerta de todo mi organismo fue pleno: “No
puede pasar nada”, cavilé. “No lo tenemos que arruinar”
Y sin embargo sabía, estaba
convencida, segurísima de que iba a pasar “algo”. “No es
posible que yo sienta todo esto y él, nada...”, razoné.
Fui a trabajar sin dormir. Con
la mirada sombreada por crueles ojeras pero más brillante que nunca.
Y decidida a no ceder a la tentación: “el amor con Néstor puede
llegar a ser maravilloso pero su amistad me es necesaria”, analicé.
El sábado, como casi todos los
sábados, me llamó. La suerte estaba de mi lado: los teléfonos aún
no tienen pantalla que permitan ver al interlocutor. Sin tener que
acercarme a un espejo supe que el rosado de mis mejillas y la sonrisa
de mi boca me hubieran incriminado en menos de un segundo.
El plan era salir a tomar algo.
“Vos llamá a tus amigas, yo me encargo de los míos”, organizó.
Así lo hice pero mis mujeres no cooperaron tanto como el teléfono.
El escrutinio final arrojó el resultado de una con gripe, otra que
salía con su novio a festejar un aniversario y la tercera embarcada
en la organización del cumpleaños de su madre.
Néstor llamó al caer la tarde
con resultados similares: todos sus amigos ya tenían planes.
“Salgamos los dos solos...”, propuso.
Para mi endeble corazón, sus
palabras sonaron casi como una amenaza. Pero, ¿cómo justificar mi
súbita renuencia a una salida con él?... Acepté.
Hice todo lo posible... todo.
Dejé de lado el bolsito de maquillaje, me calcé un jean que me
quedaba bastante flojo y le dediqué muy poco tiempo a mi cabello. Mi
idea era no gustarle. Pero, a último momento, elegí la remera con
la estampa del tigre que sabía era su favorita...
El universo conspiró en mi
contra. Podría haber vestido de la manera menos atractiva, daba lo
mismo: esos ojos oscuros y esa simpatía no necesitaban más. Pero el
muy atrevido lucía perfecto, enfundado en su campera de cuero negra
(la que tanto me gustaba), dispuesto a llevarme a un bar a ver una
banda de rock amiga.
Al llegar a la puerta del local,
la confabulación de las estrellas continuó: la banda había
suspendido la presentación. Así que, lejos del ambiente
ensordecedor que me hubiera garantizado cierta seguridad, terminamos
en la terraza de un restaurante, a la luz mitad luna- mitad velas,
compartiendo un vino aterciopelado.
Fue la noche más sencilla y
hermosa en mucho tiempo. Nos reímos mucho y la incomodidad inicial
pronto se evaporó. Sólo volví a sentirla cuando los comensales de
la mesa vecina, al pedirnos fuego, se disculparon por interrumpirnos
en lo que parecía ser “nuestra primera cita”
Ese instante bastó para ver en
él la misma desazón, la misma incomodidad y supe que estaba
perdida...
“Voy al baño”, balbuceé.
“Bueno, yo pido otro vinito...”, musitó. Y me quedé diez
minutos frente al espejo intentando decidir si alegando estar
descompuesta me escapaba a casa o enfrentaba la situación.
“¿Desde cuándo huyendo?
¿Desde cuándo cobarde? ¿Y la negra peronista que puede con todo,
dónde está?”, casi le grité a mi propia imagen. Erguí la cabeza
y volví.
Me esperaba, con una copa y una
sonrisa. Y con esos ojos perfectos, que nada hacían para que yo
temiera o dudara.
Me senté y apoyé mi cabeza despeinada sobre su hombro...como siempre hacía pero como nunca antes había hecho. Me miró, muy serio, y me besó. Y toda la resistencia y las palabras que había ensayado para rechazarlo se borraron de mi mente. Me lancé a sus brazos sin vacilar.
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