El día en que finalmente murió mi
abuelo paterno no lloré. Quizás porque hacía demasiado tiempo en que se hallaba
postrado en una cama del asilo de ancianos municipal y sin posibilidades de
recuperación. O quizás, y esto se acerca más a la realidad, porque nunca había
entablado conmigo una relación cariñosa y compinche, como es habitual entre
nietos y abuelos.
De impecable vestido negro y con sus prolijos rulos recogidos aceptó imperturbable los saludos y condolencias de todos los vecinos. Recuerdo que la mitad del pueblo la criticó por mostrarse casi aliviada por transformarse en viuda, amparándose en esa especie de magia que convierte a cualquier persona en buena gente, entrañable y casi sin defectos, en el momento mismo de morir.
La otra mitad se plantó en una
postura más comprensiva: el difunto había gozado de un carácter horroroso,
demandante, caprichoso, irritable… un verdadero déspota que había hecho muy
dura la vida de Iris.
Nunca la había escuchado emitir ni
una queja contra el dictador. Por el contrario, la veía afanarse por mantener
perfecto su habitación en el hospicio que lo albergaba, encargarse de agradecer
siempre con una sonrisa y algún regalito amable a las enfermeras que compartían
su calvario y retarlo, con su voz de campanita, para intentar mantener su
terrible carácter a raya. Y al mismo tiempo se preocupaba por visitar a sus
nietos, cuidar de sus ya crecidos hijos que, es deber decirlo, mucho no la
ayudaban y mantenerse siempre bella: el cabello siempre teñido para no mostrar
sus canas, la boca pintada de rojo furioso que a veces, eso sí, se le iba un
tanto hasta los dientes, las uñas largas y prolijas y la ropa exquisita,
combinando siempre cartera con zapatos, altos y coquetos.
Creo que de la misma manera en que
jamás la vi de pantalones, tampoco la he visto de zapatos sin tacones.
La cuestión es que el abuelo Domingo
nos dejó e Iris se encontró, de repente, libre de órdenes, desplantes y
obligaciones. Pudo retornar a la casita en la que habían vivido hasta la
enfermedad del viejo que le demandó un exilio temporario para que cuente con su
atención durante las veinticuatro horas.
Con mis hermanos llegamos a la
conclusión de que iba a estar bien. “No se va a morir de tristeza… nunca la vi
enamorada del abuelo”, sentenció el menor.
Lo único que nos preocupaba un poco
era la posibilidad de que se aburriera, de que al verse sin nada por hacer se
sintiera inútil y apenada. Tres adolescentes sin idea de nada… o una abuela más
que sorprendente, quién lo sabe.
Durante un tiempo se esforzó por
mantener el luto estricto. Usó sólo ropa de color negro, como una forma de
mostrar su respeto, ya que no angustia. Pero no le duró mucho, solamente lo que
ella consideró “prudencial” a los efectos de evitar la condena de la sociedad
pacata del pueblo.
Con el paso de los días comenzó a
debilitarse esa negra rigidez, primero con el rojo furioso de su boca, luego con
una enorme flor multicolor que prendía en su pecho opulento y finalmente
permitiéndose colores atrevidos en sus camisas y vestidos.
Cuando detectamos que la abuela Iris había
empezado a salir una vez por semana, tranquilizamos nuestras culpables
conciencias, que se veían torturadas por la sensación de no pasar demasiado
tiempo a su lado. Todos los miércoles, como ella misma describía, “se
emperifollaba”, caminaba las tres cuadras que separaban su casa de la terminal
de colectivos y se acomodaba en el primer micro que saliera rumbo a la ciudad
más cercana a nuestro pueblo, que nos maravillaba con su peatonal repleta de
vidrieras y sus restaurantes y bares nada “pueblerinos”. Debo reconocer que
nunca nos explicó el motivo de sus travesías semanales; nosotros dimos por
sentado que se dedicaba a pasear y tomar el té con alguna de sus amigas.
Hasta que una noche de verano,
sentada ante la mesa de piedra, centro de todas las reuniones familiares del
viejo patio, nos zampó la noticia: “Queridos míos, en dos meses me caso. Están
todos invitados…”
El estupor generalizado, en segundos,
se transformó en risa y curiosidad. Iris nos contó, entonces, la historia
completa: “Hace muchos años, cuando yo tenía quince, estuve perdidamente
enamorada de un chico que era mi vecino, un poco más grande que yo y un poco
más pobre que yo. Su nombre era Pedro. Nadie lo supo pero noviamos durante casi
un año. Cuando cumplí los dieciséis mi papá me notificó que en poco tiempo se
concretaría mi boda con Domingo, el que fue su abuelo. Así lo hice sin chistar,
sin llorar, sin lamentarme… siempre fui una buena hija, mi papá me adoraba, no
podía disgustarlo… eran otros tiempos, claro.”
Llegado ese punto de la historia,
saltó el coro de adolescentes indignados. Nuestra extrema juventud, encaramada
a los conceptos de rebeldía e independencia, no podía concebir semejante idea
de “obedecer al padre hasta en las cuestiones de amor y sacrificarse tan sólo
para seguir siendo una buena hija”.
Con sonrisa conocedora, la abuela
acalló nuestras protestas y prosiguió su narración: “Me casé con Domingo, por
supuesto. Lo quise, lo respeté, le di hijos. Y cuando murió, en paz con mi
alma, decidí dejar de lado mis prejuicios y mi esmerada educación. No se
imaginan el miedo y la vergüenza con los que debí luchar… pero levanté el
teléfono y rastreé a mi viejo amor perdido. Y lo encontré, con hijos adultos,
con nietos y viudo… igual que yo. Y esperándome. Soñándome. Igual que yo.”
Recuerdo la imagen de mi hermano, el
varón, el macho recio que sobrevivía en medio de esa maraña de mujeres que es
nuestra familia: se incorporó con los ojos nublados y la abrazó, enternecido,
diciéndole: “No tenés que pedirnos permiso, abue. Casate y empezá a ser feliz
de una vez por todas”.
Y ella, haciéndose la leona
distraída, le contestó con firmeza: “Mi amor, no les estoy pidiendo permiso: me
caso con el amor de mi vida y voy a ser feliz”.
Tras ese arranque de fuerza y determinación, que de tan fugaz pareció un
espejismo, bajó las pestañas maquilladas y dulce, como siempre, nos abrazó a
los tres llorando.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario