4 de diciembre de 2013

El hombre digno

Cuando Marcos ingresó al Club de Pescadores por primera vez supo que ese era el lugar que necesitaba para desintoxicar su mente del encierro y del incesante cotorreo de las clientas que poblaban a diario su coqueto local.
Como el coiffeur de moda de la ciudad no sólo habían pasado por sus expertas manos la mayoría de las cabezas de las mujeres que veía a su alrededor, sino que sabía de sus problemas, historias e histerias.
Dejó extender su mirada sobre el ambiente y suspiró, ya relajado. Todos los estímulos parecían confabularse para el disfrute de sus sentidos: la enorme piscina con agua fresca y transparente, las risas de los niños que jugaban en la parte menos profunda, el verde del césped y de los árboles que sólo era interrumpido por los colores estridentes de los trajes de baño de los adolescentes, el aroma a carne asada que provenía de la zona de las parrillas…
El ambiente familiar le venía bien: le urgía contar con un sitio donde hacer algo de ejercicio, tomar mucho sol y relajarse sin tener la obligación de conversar con nadie. No contaba con que ese mismo ambiente iba a jugar en su contra.
Sin que Marcos se percatara, su llegada al club causó un gran revuelo.
No se sabe bien si el origen del mismo se dio en las masculinas parrillas o en el gallinero de madres que corrían toda la tarde tras sus polluelos. La cuestión es que lo que comenzó con miradas subrepticias y murmullos suspicaces, con el paso de los días, se convirtió en un hervidero de versiones encontradas, que circularon de boca en boca, creciendo y recibiendo condimentos cada vez más picantes.
Pronto, Marcos se convirtió en el centro de todas las conversaciones. El fuego lento de cada asado era el mismo que sellaba su destino. El borboteo del agua caliente que regaba cada ronda de mates era el mismo que regaba los detalles de su vida. En plena década del ochenta, cuando el destape que proponía la democracia lo único que destapaba era el gran cúmulo de prejuicios que existía en nuestra sociedad, Marquitos cometía el peor de los pecados: era homosexual y no lo ocultaba. Toda la población pacata que honraba con su presencia el ámbito impoluto del club se horrorizó ante su impecable y moderno corte de pelo; su piel dorada, brillosa por el aceite que desparramaba generosamente sobre su cuerpo casi lampiño; y su mínimo traje de baño tornasolado que marcaba sus nalgas musculosas.
El hombre, al que ninguna de las mujeres del pueblo osaba discutirle sus opiniones sobre moda y peinados y al que confiaban su cabello y sus cuitas en el recinto privado de la peluquería, comenzó a ser cuestionado por todas y reprobado por sus viriles maridos dado que no llevaba un vida sexual regida por las “buenas costumbres”.
El placer de pasar un día de relajación y descanso pronto fue atravesado por miradas condenatorias, miedos inexplicables y palabras ofensivas: enfermo, degenerado, puto, peste rosa. Surgían preguntas ridículas: ¿es posible que la homosexualidad sea contagiosa? Aparecían temores sin fundamentos: ¿y si el SIDA se transmite por el agua y nuestros hijos se enferman? Comenzaron a verificarse actitudes odiosas: no permitir que los adolescentes naden cerca del peluquero, sacar a los nenes del agua ni bien el muchacho osaba meter su físico esculpido para refrescarse, pasar lo más lejos posible para evitar saludarlo. Y los chistes homofóbicos no tardaron en llegar, tapando con bromas y con risotadas la ignorancia de aquellos adultos que se consideraban gente “digna” y “respetable”.
Marcos, que era puto pero no tonto, comenzó a percibir algo de lo que estaba pasando pero lo minimizó. Estaba acostumbrado a los desplantes, al desprecio, a las chanzas sobre su condición y sabía que nada podía hacer para evitarlo. Sus mismos padres habían repudiado su forma de vida y se negaban a verlo desde hacía años. Eso sí, aceptaban en silencio la ayuda económica que él mes tras mes les hacía llegar. Supuso que con el correr del tiempo las familias olvidarían su ofensiva presencia y que podría seguir solo y tranquilo, con su sol y su natación.
No fue así. Fogoneadas por sus machotes esposos, con panzas henchidas por la cerveza y cerebros aún más inflamados por sus principios morales, un grupo de “señoras” decidió juntar firmas y presentarlas ante la comisión directiva del club. Tenían como objetivo prohibir el ingreso de Marcos al club, su presencia les resultaba ofensiva. En pocas horas lograron la suscripción de casi todas las damas presentes.
Esa tarde, como todas, llegamos al club después del almuerzo. Mamá nos había cargado en su viejo Falcon celeste, muñidos de salvavidas, pelotas y tablas de surf de tergopol. El asiento del acompañante estaba dominado por la enorme canasta de mimbre en la que llevaba provisiones: bizcochitos de grasa, jugo de naranja, un termo con agua caliente y el equipo de mate.
Ni bien llegamos al rincón de césped que ocupábamos verano tras verano, fue interceptada por Susana, una de las promotoras de la nota. Todavía recuerdo el rojo furioso con que se tiñó la cara de mamá y la mirada indignada de sus ojos negros. No escuché cual fue su respuesta, pero estaba muy enojada, con un enojo muy superior al que sus tres hijos estábamos acostumbrados a ver. Sus palabras deben haber sido fuertes porque Susana se limitó a agachar la cabeza, doblar el papel que llevaba en sus manos y guardarlo en el bolsillo de su short mientras tartamudeaba un “Disculpame”.
Para nosotros tres la tarde transcurrió de forma habitual. Mami, en cambio, modificó toda su rutina: no se tiró a asolearse como un lagarto, no durmió su siesta, no leyó ni una página de su libro. La rabia que le había generado Susana la sacó de su letargo y la vi moverse de grupo en grupo, charlar con unos y con otros, gesticulando exageradamente y hasta subiendo el tono de voz en algunas oportunidades.
Sin embargo, a la hora de la merienda sus ojos estaban tristes. La miré y supe, no sé cómo, que se hallaba decepcionada de la gente, desilusionada de las respuestas que había encontrado. Con ternura nos contó que esa tarde Marcos iba a merendar con nosotros. “¿Por qué? Si no lo conocemos…”, le pregunté. “Porque a veces es mejor compartir unos mates con alguien desconocido y tener la oportunidad de hacer un nuevo amigo que estar con gente a la que conocemos desde siempre pero que quizás no nos gusta tanto como pensábamos”, me contestó.
Fue la primera y única merienda con Marquitos. Mientras estábamos devorando bizcochitos y riéndonos de las anécdotas que él nos contaba sobre algunas de sus clientas, el presidente del club se acercó y respetuosamente, le notificó que ya no era bienvenido en las instalaciones. Mamá, con los ojos llameantes, se levantó para intervenir en la conversación, pero Marcos la detuvo con un gesto de su fina mano: “No te preocupes, Clarita. Soy un hombre digno. No van a lograr hacerme sentir mal ni que les ruegue ser incluido en un lugar donde no me quieren. Cuando quieras, venite por casa con los chicos y seguimos la charla y los mates”.
Lo vimos recoger su mochila flúo, arreglar su cabello con parsimonia y alejarse con la frente alta, una sonrisa en los labios y un meneo coqueto de sus nalgas apretadas.
Esa fue la última vez que mamá nos llevó al club a pasar la tarde, la última vez que frecuentamos a todas esas personas que eran parte de nuestra vida diaria. Y ese fue el día en que aprendimos que la dignidad no se negocia.

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