19 de noviembre de 2013

Sólo una tijera

Desde chico fui el raro de la calle. Nunca disfruté de los juegos en equipo como el fútbol o el básquet ni de las travesuras idiotas que ideaban mis compañeros de tardes: robar manzanas al vecino o romperle la muñeca a la nena más llorona del barrio jamás me pareció divertido. Sabía que era distinto al resto de los chicos y eso siempre me avergonzó, me daba cuenta de que mi forma de pensar y actuar no era la habitual y por eso la ocultaba.
He perdido horas enteras mirando asombrado las trenzas largas de las chicas que pasaban bamboleándolas sobre sus hombros. Y hasta las seguía, atontado por la fascinación que esos cabellos largos ejercían sobre mí. Caminaba tras ellas durante mucho tiempo, a través de las calles de la ciudad, siempre con miedo de que me vieran y adivinasen por qué las estaba siguiendo.
Ver a mi hermana, cada mañana, cepillarse los mechones fragantes de shampoo me anonadaba. Logré reprimir mis sentimientos durante algún tiempo pero debo reconocer que mi debut fue con ella… incestuoso, ¿no? La primera vez que corté pelo fueron sus cabellos, tendría entre quince y diecisiete años y su larga trenza ya me obsesionaba, así que una noche, me acerqué sigiloso a su cuarto y le corté un mechón, mientras dormía. A la mañana siguiente hizo un escándalo, claro, típico de adolescente. Nadie de la familia me adjudicó el hecho aunque estoy seguro de que tanto mi madre como mis hermanos sabían que yo había sido el autor.
Esa noche fue plena. Por primera vez supe del placer de besar y besar esos lindos cabellos, de apretarlos contra mis mejillas y sentir su rico olor hasta que llegaron los movimientos del cuerpo y fui feliz. Tuve la certeza de que ninguna otra parte del cuerpo femenino podría nunca causarme la gloria que sentí al tener ese mechón de cabellos sobre mi almohada. Y a partir de ahí, no pude parar.
Mi pasión por los cabellos, preferentemente largos y rubios se transformó pronto en compulsión. Era como un drogadicto sin drogas, tenía la urgencia de salir a la calle a buscar mujeres y cortarles sus cabellos con una tijera bien filosa, para luego poder satisfacer mi nuevo vicio. Comencé a hacerlo dos o tres veces por semana hasta que, a la edad de 22 años, en un viaje corto a Berlín fui detenido por primera vez, después de haberle cortado el cabello a varias muchachas durante una misma tarde. Es que la capital alemana tiene ese no sé qué que vuelve a todas las mujeres bellas, con largos cabellos sueltos y libres al viento. Un no sé qué que hizo que perdiera la cabeza, no pude controlarme y terminé preso.
Cuando viajé a Hamburgo me pasó lo mismo. Me obsesioné de tal forma con esas melenas que no pude refrenarme y fui detenido por segunda vez. Ahí fue cuando me di cuenta de que lo mío era una enfermedad, no podía manejarlo. Tampoco me preocupó demasiado porque no le causaba daño a nadie, sólo un cierto enojo en las damas atacadas pero no mucho más. Mi “enfermedad” no necesitaba ser tratada, pensé.
Seguí, seguí y seguí: noches de placer inmensos me avalaron. Hasta que hace una semana le corté el pelo a una hermosa niña de unos quince años, que me hizo acordar a mi hermana, durante un viaje en un tranvía. Y esta vez no sólo fui detenido sino que, al confesar que sólo lo había hecho para satisfacer un deseo sexual, fui enviado a este inmundo lugar: Sala de Observación de Alienados, lo llaman. Un loquero, bah. Intentan, a través de charlas con médicos, de tests psicológicos, de relatos por escrito desentrañar qué es lo que pasa por mi mente “retorcida”. No pueden comprender que ni unas buenas tetas ni unas largas piernas ni una boca pulposa despiertan en mí el más mínimo interés, que sólo me excito con un lindo mechón de pelo rubio.
No sé cuánto tiempo me piensan tener acá. Mucho no me importa, la comida es buena, la cama es cómoda, puedo descansar y hacer lo que quiero, entre test y test. Y Mónica, la enfermera encargada de traerme la medicación tiene escondida bajo la cofia una mata de cabello dorado que me tiene totalmente embriagado. Sólo me falta conseguir una tijera. 

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