5 de noviembre de 2013

El vestido ajustado

Después de un año lectivo completo en la ciudad de Buenos Aires, todavía cada quince días, cuando no podía viajar al pueblo a pasar el fin de semana por razones económicas, pasaba esos dos días llorando y comiendo para paliar la angustia.
Por suerte, las corridas de la semana, entre trabajo y facultad, no dejaban que el cúmulo de alimentos que eran mi consuelo se vieran reflejados en mi vientre y mis caderas.
El último mes y medio del año fue arduo. Las fechas de entrega de trabajos prácticos, parciales y finales lograron que tome la terrible desición de no viajar a mis pagos hasta Año Nuevo.
Un mes y medio tapada por los apuntes ya indescifrables hasta para mí y durmiendo las pocas horas que el trabajo y losexámenes me lo permitían. Así, llegué al 30 de Diciembre con abstinencia de pueblo, de mimos de madre, de salidas con amigas y de él.
Con esa abstinencia desesperada a cuestas, subí en la estación de Retiro al colectivo que tardaría casi seis horas en recorrer los doscientos kilómetros que me llevarían hasta allá.
El lechero, le dicen... entra en cualquier caserío que atina a asomar a la vera de la ruta.
Me esperaban cuatro días de tardes de mate en la pileta, de salidas cerveceras, de charlas inagotables con las chicas... se me antojaba demasiado poco. Por eso intenté dormir todo el viaje, con la fantástica idea de que si acumulaba horas de sueño, podría dosificarlo en los días subsiguientes y no perdería ni un minuto descansando.
El 31 a la noche, como era costumbre, lo pasamos en casa: mamá, mis dos hermanos y yo. Por esas cuestiones de la vida estábamos distanciados del resto de la familia y ahora que lo pienso, eso nos pasaba desde la muerte del abuelo que parece haber sido la figura que impedía que aparecieran las miserias que fueron surgiendo.
Cena opípara, buena música y mucho vino. Tres ingredientes que fueron determinantes para encauzar una fiesta que podría haber sido triste. Logramos pasarla bastante bien. Después del brindis de medianoche y de salir a la calle a gritar por los fuegos artificiales que volvían multicolor el cielo oscuro, mamá devoró algunos trozos de turrón y se fue a la cama. Sin dejar pasar ni un segundo, mi hermano menor tomó por asalto la enorme heladera familiar y ante nuestros ojos cómplices, salió rumbo a la casa de algún amigo, con una botella de vino en cada mano.
Micaela y yo nos quedamos un rato más, entretenidas en el arte de “emperifollarnos”, como decía la abuela. Nos peinamos varias veces, retocamos el maquillaje, intentamos caminar y bailar delante del espejo con zapatos de distintas alturas... satisfechas con el resultado obtenido, salimos taconenado a encontrarnos con las chicas, que nos esperaban en el único pub del pueblo.
Allí lo ví. Como dice la canción, “estaba lindo como siempre...”. Y como siempre, rodeado de amigos, a las risotadas, el centro del grupo, en los ojos de casi todas las chicas que andaban por allí. Nunca novios, siempre atrayéndonos irremediablemente. Cuando giró su cabeza dorada y me detectó , en el centro de mi grupo, porque a mí también me pasaba eso de ser el centro del grupo, me clavó los ojos azules y me sonrió. Y tuve la certeza de que, una vez más, no importaba cuántos nos miraran, estábamos destinados a terminar esa noche juntos.
Bailé toda la noche. Con todos los muchachos de la ciudad, creo. Reí todas las risas. Las chicas opinaban que mi vestido ajustado iba a reventar en cualquier momento y que si me lo sacaba, no podría volver a calzarlo. Y largábamos carcajada tras carcajada, por cualquier motivo. Tomé mucha cerveza, demasiada para un cerebro aletargado y repleto sólo de fórmulas químicas y recorridos de venas y arterias. Y le coqueteé, ¡cómo le coqueteé! Sabedora de lo que mi sonrisa y mis meneos causaban en él, hice uso de ambos recursos con abosluto descaro.
El premio fue mío. A las seis de la mañana, con el sol lastimando nuestras ebrias pupilas, nos fuimos juntos a ver el amanecer a la orilla del río. Y como supongo habrán hecho nuestros ancestros, terminamos haciendo salvajemente el amor en la arenosa playita.
Eso sí, mis amigas tenían razón. La urgencia de la pasión pareció complicarse al momento de sacarme el ajustado vestido. Y el muy bruto, rompió el cierre. Un cierre que iba desde la mitad de la espalda hasta los muslos.
Presa de una mezcla de risa y desesperación, subí al auto con el vestido puesto y presionando mi espalda contra el respaldo acolchado para evitar que alguine viera su estado. En épocas en que no existían los teléfonos celulares resultaba imposible conseguir ayuda.
Así fue que, en esa situación de inmovilidad absoluta, cruzamos la ciudad a plena luz del día y nos dirigimos a la casa de Andrés, a buscar algo con que cubrirme para llegar a casa.
Tuve la mala fortuna de que su madre, una hermosa y educada mujer, nos viera llegar y saliera presurosa a saludarme y ofrecerme que baje a tomar unos mates. No sé lo que habrá pensado de mí, pobre mujer. El cabello desgreñado, el maquillaje corrido, los pies sucios con arenae imposibilitada demoverme ni siquiera para corresponder su amable saludo. Supongo que esa mañana me tachó en la lista de las candidatas deseables para su primogénito.
Mi galán volvió en cinco minutos y me entregó un pantalón corto y una remera. Retorciéndome como pude, me cambié dentro del auto y así llegué a mi hogar: en el auto de un hombre que no era mi novio, con el vestido desgarrado en la mano, de tacos altos, short y remera enormes.
Para completar la aventura, mi madre estaba barriendo la vereda. Sin inmutarse saludó a Andrés, me dio un beso y me dijo: “andá a dormir, se te ve algo cansada”.

Me acosté, agotadísima. Y supe que me esperaba una tarde de amigas convertidas en auditorio divertido de mis trapisonadas.

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