Carla, sentada ante la mesa de madera
rústica cubierta por un mantel de hule florido, tomaba mates y lo escuchaba.
Mantenía fija la vista sobre el mantel y por su cabeza pasaban ideas triviales
como la necesidad de cambiarlo: “está muy gastado en la parte donde se apoya la
cacerola”, como si esas ideas la ayudaran a convencerse de que nada de lo que
estaba pasando, estaba pasando.
El Raúl se había mandado una macana,
esta vez de las feas, de esas que te obligan a guardarte un tiempo porque la cana
lo andaba rastreando. Carla no sabía bien qué había hecho esta vez, ni le
interesaba: “mejor no saber, por si te preguntan”, siempre le decía él. Así
que, mientras ella degustaba sus amargos de la tarde, él estaba preparando un
bolsito con ropa para irse por un tiempo.
Él, el noviecito del barrio, el papá de los tres borregos que estaban jugando en la vereda a las escondidas, sin tener conciencia ni de la noche que estaba cayendo sobre la ciudad, ni de la noche que estaba cayendo sobre esa familia.
Él, el noviecito del barrio, el papá de los tres borregos que estaban jugando en la vereda a las escondidas, sin tener conciencia ni de la noche que estaba cayendo sobre la ciudad, ni de la noche que estaba cayendo sobre esa familia.
Siempre sonriente, siempre
aventurero, siempre arriesgado; eso precisamente era lo que más le había
gustado de Raúl. Pero tanta aventura y tanto riesgo, con el paso del tiempo y
la pérdida de la juventud, se estaban volviendo en su contra. “¿Cómo voy a
hacer sola, con los tres chicos y sin la plata que él me da todos los meses?”, era
una de las preguntas que escondía su preocupación por el mantel.
De todas formas, la morocha lo seguía
queriendo. No le importaban sus andanzas, siempre y cuando no las tuviera con
otras mujeres y en eso, él siempre se había portado bien. No vivían en una
mansión pero se las arreglaban, los chicos estaban sanitos y estudiaban los
tres, aunque el más grande ya estaba demostrando poseer las mismas ansias de
aventuras del padre: “eso sí que no lo voy a permitir, lo mato si me entero de
alguna…”
Ya iba por el mate número ochenta
cuando apareció Raúl, campera abrigada, bolso al hombro, sonrisa amplia. –No te
preocupes, nena, vuelvo en un par de meses, y si puedo te llamo antes, dijo
mientras la abrazaba y le acariciaba la cabeza.
Carla, con los ojos secos y el
corazón estrujado sólo lo besó y lo dejó partir, entre saludos de los chicos,
ladridos de los perros y polvo de la calle de tierra, que nadie aún había
tenido tiempo de pavimentar. Y para cerrar la tarde, escuchó al más chico que
gritaba: Punto y coma, el que no se escondió se embroma.
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