Todos los años pasaba lo mismo: se
acercaba el invierno y el miedo se apoderaba de todos nosotros. Sabíamos que
cuando los días comenzaban a acortarse y las noches a estirarse, era mayor la
probabilidad de que “ella” apareciera.
“Ella” era conocida como la llorona y
era titular indiscutido de los diarios locales, temporada tras temporada.
Titular de los diario y eje de cada charla entre los habitantes del pueblo;
nadie sabía quien era, todos elucubraban alguna teoría y hasta algunos negaban
su existencia y se mofaban del resto. Pero la llorona era bien real, claro que
sí.
Las historias y rumores se
entremezclaban y las versiones sobre sus características y su accionar eran
diversas. Si uno escuchaba con cuidado lograba hacerse una idea bastante
precisa sobre este personaje: persona al fin, no sabíamos de que sexo ya que
siempre aparecía tapado con una especie de sábana blanca. Su forma de
comportarse era extraña: en algunas ocasiones sólo se paraba ante las ventanas
de los dormitorios de los vecinos y gemía y lloraba su penar, de allí el origen
de su apodo.
En otras, ya de madrugada, cuando los más tempraneros salían de sus hogares para ir a trabajar, se les aparecía de forma sorpresiva y los asustaba: a veces saltaba desde atrás de un auto estacionado, otras esperaba oculta tras algún arbusto o estatua de la plaza y las peores, se dejaba caer encima de su víctima desde el alero de alguna casa o desde la rama de un árbol. Casi todos los damnificados pertenecían a la clase trabajadora más esforzada: enfermeras, obreros de la fábrica de bolsas, empleados del molino, changos que trabajaban en el campo… los que sí o sí tenían que salir del cobijo de su casa antes del amanecer.
En otras, ya de madrugada, cuando los más tempraneros salían de sus hogares para ir a trabajar, se les aparecía de forma sorpresiva y los asustaba: a veces saltaba desde atrás de un auto estacionado, otras esperaba oculta tras algún arbusto o estatua de la plaza y las peores, se dejaba caer encima de su víctima desde el alero de alguna casa o desde la rama de un árbol. Casi todos los damnificados pertenecían a la clase trabajadora más esforzada: enfermeras, obreros de la fábrica de bolsas, empleados del molino, changos que trabajaban en el campo… los que sí o sí tenían que salir del cobijo de su casa antes del amanecer.
Los primeros ataques de la llorona
fueron los que causaron más pánico. Con el paso de los días y tras la sorpresa
inicial, el pánico se convirtió en una sensación constante, en algo que era
parte de nuestras vidas: ni grandes ni chicos nos animábamos a salir solos de
nuestras casas antes de que saliera el sol o después del anochecer. Aquellos
que tenían que salir obligadamente en aquellos horarios recurrían al uso de un
remis para que los pase a buscar por la puerta. Hasta los adolescentes
comenzaron a pedir a sus padres que los vayan a retirar a la puerta del
boliche, cuando salían de bailar.
La habilidad de la llorona era
pasmosa. Siempre parecía saber quién descreía de su existencia y lograba
encontrar el momento indicado para atacarlo y demostrar su real existencia e
infundir pavor al incrédulo. Y para ser justos, no hacía mucho más que eso:
asustar. Poco a poco fue logrando que una ciudad entera tenga tanto terror que
la gente comenzó a cambiar sus costumbres.
Nada resultaba al momento de intentar
detener sus avances: ni el aumento de la cantidad de efectivos policiales en
horario nocturno pululando por todas las calles de la ciudad ni las amenazas
del pequeño y rechoncho intendente proferidas a través de la radio municipal.
Cuando arremetían con mayores controles, la sabia llorona desaparecía por unos
días. Cuando esos controles y nuestro miedo parecían menguar, la llorona volvía
a aparecer.
En mi grupo de amigos debatimos
bastante sobre el tema. Para algunos sólo se trataba de uno de los loquitos del
pueblo que se dedicaba a atemorizar gente sin importarle el frío que debería
calarse en sus huesos mientras esperaba, con paciencia, a algún desprevenido.
Para otros, la llorona era obra de algún grupete de muchachotes aburridos y con
ganas de divertirse a costa de los demás. Hasta un par de delirantes llegó a
avalar la teoría de que era un complot entre los padres y la policía para
evitar que los adolescentes saliéramos a bailar hasta tan tarde. Sea cual sea
la conclusión a la que llegábamos, nuestro miedo no era el suficiente como para
lograr que nos quedáramos encerrados.
Todas las apariciones de la llorona
eran ante gente bastante mayor, con pocos reflejos y energía. Que nosotros
supiéramos, nunca se había atrevido a atacar a chicos de nuestra edad, quizás
por temor a que le hagan frente o la persigan.
Por aquellos días, con catorce años,
a fuerza de coqueteo descarado yo había conseguido mi primer novio. Y digo
conseguido porque para nuestro pequeño y selecto grupito de amigas, tener novio
era objetivo a cumplir.
Se llamaba Pablo. No muy alto,
flaquito, desgarbado y con unas orejas tan grandes que mi cruel hermano menor
decía que se parecía al famoso Petiso Orejudo. A mí me habían conquistado sus
enormes ojos castaños, sus hoyuelos en las mejillas y su persistencia para
hacerme reir y convencerme de que era el hombre de mi vida. Vivía en un estado
que oscilaba entre la fascinación y el temor ya que los primeros besos tímidos
se habían ido convirtiendo en demasiado apasionados, incluyendo algunas
incursiones táctiles que me apabullaban pero a las que no me resistía con el
suficiente énfasis.
Todos los días, obsesionados el uno
con el otro, nos veíamos un rato. Pablo venía a casa después de las cuatro de
la tarde y se quedaba hasta las ocho de la noche, hora en que volvía a su casa.
Charlábamos, mirábamos tele, tomábamos pavas y pavas de mates y nos
besuqueábamos y toqueteábamos un poco en la puerta, antes de despedirnos.
Mi mamá toleraba nuestros escarceos
amorosos, sabedora de que no hay peor cosa que oponerse a algo que quiere una
adolescente: para ella era la forma más segura de que yo me aburra y creía que
si se ponía firme en no dejarme estar con Pablo, yo me encapricharía en hacer
lo contrario a su deseo y buscaría la forma de desobedecerla. No se equivocaba,
siempre el “no” funcionó para mí como el “tengo que lograrlo, sea como sea” y
más aún en aquellos años de rebeldía contra el mandato materno.
Una de aquellas tardes frías y
grises, mamá nos avisó que esa noche nos quedábamos solos, ella debía concurrir
al velatorio de una vieja tía de una amiga. Como hermana mayor, yo sería la
responsable de que mis hermanos cenaran y se fueran a dormir temprano. Y Pablo,
como muy tarde a las ocho debía irse para su casa.
No dudé en cumplir sus directivas.
Era rebelde pero no tonta, si hubiera atinado a desobedecerla mi terrible
hermanito buchón se hubiera encargado de ir con el cuento y me hubiera metido
en problemas. Así que, a las ocho en punto, Pablo partió rumbo a su hogar y yo
me dediqué a fritar unas milanesas mientras mis hermanos ponían la mesa y
discutían sobre qué programa verían en la tele.
No habían transcurrido ni diez
minutos de la despedida fogosa con Pablo, cuando los tres escuchamos unos
gritos desesperados. Mi enamoramiento me dio la certeza de que la persona
desesperada que pegaba semejantes alaridos era mi príncipe azul. Algo le
pasaba. En instantes, escuchamos sus pasos apurados y los golpes urgentes en la
puerta de madera: “¡Abran, abran, por favor!”.
Con manos inseguras dimos vuelta la
llave y desencajado, entró corriendo al comedor, pegó el portazo para cerrarla
y clausuró la cerradura. Y ahí nomás, ante nuestros ojos que no entendían qué
era lo que estaba pasando, se puso a llorar como un nene.
Ni bien logramos que se calme un
poco, entre hipos y temblores relató lo sucedido: tras caminar un par de
cuadras, se le había aparecido la llorona, saltando de repente desde el oscuro
garage de uno de los vecinos del barrio. La describía como todos: alta,
robusta, tapada con la siniestra sábana blanca. Al verla, aterrorizado sólo
había pensado en correr hasta casa, el refugio más cercano que pasó por su
cabeza y aseguraba que la llorona lo había perseguido hasta que le abrimos la
puerta. “Sentía sus jadeos muy cerca de mi nuca… y sus pisadas apuradas detrás
de mí, se los aseguro”, narró desencajado.
Sentí como el pavor se instaló en
nuestra casa. Ví como la carita de mi hermano menor se arrugaba toda hasta que
las lágrimas empezaron a salir de sus ojos. Toqué las manos frías de mi hermana
Vanina, tan frías como las mías, por el miedo que teníamos. Y supe que éramos
nosotras dos, con catorce y doce años, las responsables de que nada nos pase.
Con Pablo no podíamos contar, seguiría temblando por largo rato.
No podíamos llamar a mamá para que
viniera a socorrernos. Ni siquiera sabíamos donde era el velatorio de la tía
vieja. Y no era época de telefonía celular, claro. Así que habría que asumir el
papel de adulto.
El problema más urgente era que al
ser nuestro pueblo un lugar muy tranquilo, en el que nunca pasaba nada, se
vivía de forma bastante despreocupada. Por ello, todas las persianas de nuestra
casita estaban abiertas de par en par, las tres que daban a la vereda y las dos
que daban al patio. Teníamos que cerrarlas, sí o sí. Nos atormentaba la
posibilidad de que la llorona se asomara a través de los vidrios o peor aún,
que intentara romper alguno de ellos para invadir nuestra seguridad.
Así fue que encerramos en el baño a
mi hermanito con Pablo, para que lloren juntos y no nos molesten. Vanina buscó
en el cajón de los cubiertos la cuchilla más grande que pudo encontrar y muñida
de ella, me dijo: “Vos acercate a cada ventana y encargate de cerrar las
persianas. Yo te hago de guardaespaldas y si la llorona asoma la cabeza, te
aseguro que le clavo un cuchillazo”.
Así lo hicimos. Cada ventana que abrí
y cada persiana que cerré, con Vanina a mis espaldas aferrada a la cuchilla fue
un momento de absoluto y eterno terror. Por suerte, la llorona no apareció en
ningún momento porque supongo que de haberse asomado la cuchilla de Vani
hubiera terminado clavada en mi espalda.
Una vez que logramos quedar
encerrados de verdad, mi hermanito se calmó y logró dormirse. Pablo, Vanina y
yo esperamos a mamá hasta las tres de la mañana, con todas las luces de la casa
encendidas y sin atrevernos a movernos solos ni siquiera para ir al baño.
Cuando nuestra madre llegó se hizo
cargo de la situación. Llevó a Pablo hasta su casa, nos reconfortó a nosotras y
todos logramos dormir el resto de la noche. A partir de ese día, cada vez que
Pablo venía a visitarme, antes se aseguraba de que mami podría acercarlo en el
auto hasta su casa. Estaba aterrorizado.
Así fue que el encanto que ejercía
sobre mí, con el paso de los días fue decayendo. Sus maravillosos hoyuelos no
lograban sacar de mi mente su imagen de nene llorón y asustado. Su simpática
sonrisa no tapaba el recuerdo de verlo encerrado en el baño con mi hermanito,
temblando como una hoja. Sus manos calientes no borraban su miedo atroz. Tras
dos semanas de lucha interna entre los dos Pablos que habitaban mi cabeza,
finalmente lo dejé. La llorona me había dejado sin novio. Y eso es mucho peor
que ser asustado cuando vas para el trabajo.
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