Muchos sabían de las virtudes-
defectos de Camila. Algunos por experiencia propia, otros por rumores lanzados
por quién sabe qué deslenguado. Camila… la mujer de fuego, que estaba empezando
a sospechar de su fama incipiente y del origen de sus desengaños amorosos.
Pasaban los años y no lograba que sus
noviazgos duraran mucho tiempo. Mucho menos casarse y formar una familia, como
estaban haciendo casi todas sus compañeras de colegio.
Era curioso lo que le sucedía. Desde
el primer romance hasta el último habían terminado de forma repentina, sin
grandes explicaciones… y en cada uno de ellos, Camila había sido la
“abandonada”.
Todavía recordaba aquel primer
noviecito, a los diecisiete años.
Empezaron a salir en mayo y siguieron hasta la noche de Año Nuevo. Una historia apasionada, con las hormonas adolescentes que los dejaban sin aliento y los llevaban a ocultarse para besarse en las esquinas más recónditas o en las plazas más desiertas. Parecía no afectarles el cruel viento del invierno ni las lloviznas heladas que los calaban hasta los huesos… sólo necesitaban besuquearse sin pausa, hasta la hora de volver a casa.Juan jo, así se llamaba el galán,
solía acurrucarse contra ella y meter las manos frías debajo de su ropa, con la
excusa de que necesitaba sentir algo de calor para afrontar el frío de la tarde. Cami sabía que ese
no era el verdadero motivo… “Quería sentir algo de mi piel… ¿o no?”. Pero
cuando llegó el veranito, esa necesidad pareció disminuir y el comienzo del
nuevo año la encontró sola.
Empezaron a salir en mayo y siguieron hasta la noche de Año Nuevo. Una historia apasionada, con las hormonas adolescentes que los dejaban sin aliento y los llevaban a ocultarse para besarse en las esquinas más recónditas o en las plazas más desiertas. Parecía no afectarles el cruel viento del invierno ni las lloviznas heladas que los calaban hasta los huesos… sólo necesitaban besuquearse sin pausa, hasta la hora de volver a casa.
Con el paso del tiempo apareció
Matías… tan seductor, con su risa fácil y sus ojos oscuros. Para ese entonces,
Camila ya vivía sola. Había terminado la secundaria y como no quería seguir
estudiando, para defenderse de las continuas presiones familiares del tipo “o
estudiás o trabajás”, se había conseguido un trabajo como secretaria de un
odontólogo.
Con Matías mantuvo una historia
fogosa, con el pequeño y gélido departamento que su magro sueldo le permitía alquilar,
como escenario principal. Vivieron meses enteros jugando a darse calor entre
las sábanas y durmiendo abrazados. El muchacho le hacía recordar a un
cachorrito desvalido, siempre buscando su cuerpo, incluso mientras dormía
agotado. Invariablemente ella se despertaba y lo encontraba enredado entre sus
piernas o con su cabeza morena y despeinada sobre su vientre. Con él supo pasar
un verano completo pero los síntomas de la indiferencia habían comenzado a
manifestarse: Matías ya no sentía el mismo apetito por pasar la noche con ella
cada vez que podía ni se le pegoteaba al cuerpo como tanto parecía gustarle
unos meses antes. Y aparecieron las peleas: ella reclamaba el “toqueteo”, él se
disculpaba alegando “demasiado calor para eso”. La frustración de ella pudo más
y él, cansado de sus quejas, la dejó por una rubiecita pálida y fresca, que
parecía agobiarlo menos.
Su tercer amante fue Leonardo, el
primo de una de sus mejores amigas, que la venía persiguiendo sin éxito desde
que eran casi niños. “Tan tímido era Leo que a veces parecía frío…”, pensó la joven,
haciendo el recuento de sus amores inconclusos. Con él había forjado una
relación distinta, de mucha charla, de largas tardes compartidas con amigos, de
divertidas noches de baile y cenas románticas. Pero la vida sexual era escasa.
Desde el primer día, Camila extrañó el frenesí y las ansias desesperadas de
tocarse, propias del inicio de una relación. Pero Leo, parecía ser de hielo.
Incluso parecía que le molestaban las constantes muestras de afecto que Camila
le prodigaba. Hasta que una noche de verano, en la que estaban disfrutando de
una cerveza con amigos en un bar de la costanera de la ciudad, cuando ella le
pasó el brazo sobre el hombro, se desprendió bruscamente de su abrazo y le gritó:
“¿No te das cuenta que sos muy calurosa?”.
Camila se tragó no sólo las lágrimas
que pugnaban por salir de sus ojos sorprendidos sino también las palabras de
enojo que quería espetarle sin empacho, delante de todos. Al fin de la velada,
mientras volvían a su casa, intentó pedir una explicación. Leonardo, más cruel que
de costumbre, no quiso hablar del tema siquiera y le pidió un tiempo para estar
solo, para pensar qué era lo que le estaba pasando con ella. Nunca más la
llamó, claro.
Esa noche lloró abrazada a su
almohada. Por Leo, por Matías, por Juan jo,
por cada una de las esperanzas perdidas, intentando encontrar el motivo de
tanto abandono. Y entre tanta tristeza recordó algo que se repetía cada noche
fría de su niñez y que quizás tenía relación con lo que le estaba pasando
ahora: cada vez que comenzaba el invierno, sus tres hermanos se peleaban a la
hora de dormir para sacar “su turno de estufita”. El turno de estufita era el
orden con el cual Camila se metería en la cama helada de cada uno de ellos,
para en pocos segundos, convertirla en un lugar calentito, más que agradable
donde meterse a dormir. Así ellos evitaban el desagradable contacto con las
sábanas frías y se metían en un lecho acogedor. Camila recordó cómo se reían,
noche tras noche, y buscaban apodos para endilgarle: estufa, radiador,
calefactor, fueguito…
“¿Me estará afectando con mis parejas
esta cualidad de generar calor, que tanto disfrutaron mis hermanos?”, pensó,
sobresaltada. Y ya no pudo pegar un ojo. Recordó las coincidencias, las fechas
en que sus novios la habían abandonado, los inviernos en que se abrazaban a
ella y los veranos en que les “molestaba” que se les acercara.
Sin dudarlo, se calzó un short, una
remera y unas ojotas y salió corriendo hacia la casa de su abuela Maruja. Sabía
que estaba despierta hasta cualquier hora de la noche, sobre todo en verano,
cuando le resultaba difícil conciliar el sueño y se quedaba en su patio
disfrutando del aire fresco de la
noche. Esa viejita mitad dulce, mitad bruja sabría develarle
el misterio.
La encontró, como siempre, en la
desvencijada mecedora que tenía instalada debajo del tilo del patio, leyendo
historias fantásticas y hablando con su perro. Ni parpadeó al verla. Estaba
acostumbrada a que alguno de sus nietos o amigos apareciera a altas horas de la
madrugada a contarle sus cuitas y a pedirme consejo.
Camila se instaló sobre el césped
húmedo por el riego y narró su historia. Y los recuerdos que habían venido a su
memoria, de aquellas noches de la infancia. Los ojos cansados de la abuela se
clavaron en las ardientes pupilas de la nieta y le habló, con su voz cascada,
mientras le acariciaba el cabello: “Chiquita mía… debo confesarte algo.
Escuchar de tu boca esa historia es como escuchar mi propia historia repetida.
A mí me pasó lo mismo, ¿sabés? Por algo soy una de las pocas mujeres separadas
de aquella época… lo cierto es que tu abuelo no aguantaba mi calor… ese calor
que sale de mi cuerpo, todo el tiempo y que cobija bien en invierno pero enerva
en verano. Deberás aprender a vivir con eso, yo lo hice pero me quedé solita.
No triste, ojo. Soledad no es
sinónimo de tristeza. Vas a tener que estar más atenta que yo, eso sí. En algún
lugar del mundo debe existir algún hombre que se atreva a jugar con tu hoguera.
Un valiente, un descarado, uno de esos hombres que se animan a jugar con fuego…
tu deber es encontrarlo.”
Camila miró la sonrisa tierna que se
dibujaba en la cara de su abuela y levantó los ojos hacia las estrellas que
parecían guiñarle un ojo desde el cielo oscuro. “Soy una mujer hoguera, veremos
quién se me atreve…”. Y con el alma iluminada se fue a su casa a dormir.
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