3 de abril de 2014

Entrevista con el vampiro



Veinte años pasaron desde aquella noche. Veinte años. Y nunca le confesé a nadie lo sucedido, hasta casi lo tenía borrado por completo y anoche soñé con eso, ¿podés creer, Pau? Qué órgano terrible el cerebro, eh… no perdona. Prepará unos mates, dale. Te voy  contar todo, no puedo seguir guardando el secreto. De todas formas no te asustes, no fue algo tan grave. Podría haber sido, sí… creo que por eso sigue martirizándome.
Por aquel entonces, tenía dieciocho años. ¿Te acordás? Recién llegábamos a Buenos Aires y extrañábamos muchísimo la vida y la gente del pueblo. Esto era el loquero ruidoso e impersonal que hoy nos resulta cotidiano pero que, allá lejos, era intimidante.
Mi primer trabajo fue terrible,...
poco amigable para alguien que intentaba dar sus primeros pasos: cajera en una tediosa y apabullante cadena de supermercados. Y yo, acostumbrada al almacenero del pueblo que saludaba a todos por su nombre y que les daba fiado a los que no llegaban a fin de mes. No sólo tuve que aprender a manejar cheques y tarjetas de crédito, también tuve que reconocer como “normal” el tener que pedir turno para ir al baño si mi vientre lo necesitaba.
No podés haberte olvidado de esas épocas. Detestaba ese laburo. ¡Cómo me costaba ir, sobre todo los fines de semana! Lo cierto es que era una pueblerina de pies a cabeza, me daba vergüenza atender al público, que siempre me hacía sentir inferior… me daba bronca tener que trabajar como una esclava del modernismo y no poder quejarme de nada por temor a quedarme sin el miserable sueldo que me pagaban… me daban miedo mis jefas que me aterrorizaban todo el tiempo con suspenderme o descontarme guita si me equivocaba… por algo nunca más pude ir de compras a ese supermercado, creo que la última vez que lo pisé fue el día que renuncié.
Las pocas horas que tenía libre las dividía entre salir mucho con amigos, intentar estudiar algo y descansar poco… éramos tan chicas que el cuerpo nos dejaba pasar muchas horas sin dormir… algo que perdimos con los años, ¿no?
Y soñaba, claro. Con los ojos abiertos. ¿Te acordás las horas que gastamos en aquel departamento diminuto que alquilábamos en Congreso planificando nuestro futuro “triunfante”? Mi sueño recurrente era volver al pueblo, envuelta en gloria. No me importaba mucho el motivo de mi triunfo pero quería ser famosa, que todos aquellos que había dejado allá supieran de mi logro. Iba variando: escritora, actriz, dirigente política, cantante… lo importante era regresar a casa en medio de la admiración y el reconocimiento de nuestros conciudadanos y poder ayudar económicamente a mi vieja que la estaba pasando bastante mal, con el uno a uno de nuestro patilludo presidente.
La mañana traía el desánimo, el tener que juntar las monedas para el colectivo y el resignarme a volver al supermercado, enfundada en el poco sensual uniforme azul marino que anulaba hasta las ínfulas de fama del ego más inflamado del mundo.
Salía del trabajo a las diez de la noche… bah, a las diez cerraba el super, las cajeras nos terminábamos yendo a eso de las once. Invariablemente yo salía muy cansada, muy malhumorada y bastante enojada con el resto de mis compañeras que no se quejaban ni parecían sentir la frustración que embargaba mi corazón día tras día. Por ello, volvía caminando a casa… tratando de cruzar la mayor cantidad de parques y plazas para oxigenar un poco la cabeza. Siempre me retabas, Paula, por eso… decías que era peligroso, que me podían robar, que no fuera tan confiada, que estaba en una ciudad difícil… nunca te escuché, por supuesto. Además de ilusa era terca.
Una de esas noches, en medio del tórrido verano asfixiante de Buenos Aires, volví caminando despacito, como casi siempre. Vestida con un jean tan ajustado que cortaba la respiración, una remerita blanca que se me pegaba como una segunda piel y unos tacos impactantes, con esa impunidad que sólo puede brindar la extrema juventud, crucé con total despreocupación el Parque Las Heras… mirando la luna, disfrutando del sonido de los árboles que se movían con el viento… volando, bah.
No me percaté de su presencia hasta que se paró a mi lado y me habló. Era un hombre, de alrededor de cuarenta años, muy alto, morocho, con una sombra de barba y ojos muy azules. Usaba un jean desteñido, una remera con el logo del cocodrilito bien a la vista y unas zapatillas muy cancheras, haciendo juego con su color. Ay, Pau, te miro la cara de horror que estás poniendo y me da vergüenza seguir relatando lo que pasó… era tan ingenua… tan “recién sacada del horno”, como dice mi abuela.
La cuestión es que se presentó, muy correcto, muy educado, muy amable. Se llamaba Juan Ignacio. El apellido sí que no lo recuerdo. Me dijo que era representante de modelos, que trabajaba con muchas de las chicas que estaban en las tapas de las revistas y en los programas de televisión que estaban en boga en esos días. Me aduló un poco: “sos muy linda…podrías empezar a trabajar conmigo… te veo futuro en la gráfica… sos bajita pero tenés buen cuerpo…”. Me dejé convencer y lo seguí hasta un departamento en el corazón de Barrio Norte, a tres cuadras del parque. Estaba un tanto inquieta, sí, pero me tranquilizó la elegancia del lugar, la amabilidad con que se saludó con el encargado del edificio… que sé yo, creo que lo que más me tranquilizó fueron mis ansias desenfrenadas de salir del fango del supermercado y llegar fácilmente al brillo que bailoteaba ante mis narices.
No pasó nada raro. Me hizo unas fotos, siempre vestida, ¡no hagas caras extrañas!... Anotó mis datos en una planilla, me mostró las fotos de “sus chicas” y quedamos en que me llamaba en unos días para que empiece a trabajar. Nunca me senté, no acepté tomar ni un vaso de agua, sólo largué la cartera el rato en que me hizo las fotos. Y presa de un miedo repentino, apuré el final de la entrevista y me fui, casi corriendo. Mientras bajaba los doce pisos, encerrada en el ascensor, sentía que mi corazón se salía del pecho. Recién cuando llegué a la parada del colectivo y me subí, rumbo al miserable departamento, a mi uniforme azul marino, a mis deberes como cajera., pude largarme a llorar.
Nunca me llamó. Nunca más volví caminando. Nunca más volví a confiar en un extraño en la calle. Y nunca se lo pude contar a nadie. Abrazame, Paula, necesito llorar esa noche terrible una vez más. Creo que ya voy a poder dormir tranquila, el vampiro no va a aparecerse nunca más en mis sueños.

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