18 de marzo de 2014

La mujer hoguera


Muchos sabían de las virtudes- defectos de Camila. Algunos por experiencia propia, otros por rumores lanzados por quién sabe qué deslenguado. Camila… la mujer de fuego, que estaba empezando a sospechar de su fama incipiente y del origen de sus desengaños amorosos.
Pasaban los años y no lograba que sus noviazgos duraran mucho tiempo. Mucho menos casarse y formar una familia, como estaban haciendo casi todas sus compañeras de colegio.
Era curioso lo que le sucedía. Desde el primer romance hasta el último habían terminado de forma repentina, sin grandes explicaciones… y en cada uno de ellos, Camila había sido la “abandonada”.
Todavía recordaba aquel primer noviecito, a los diecisiete años.
Empezaron a salir en mayo y siguieron hasta la noche de Año Nuevo. Una historia apasionada, con las hormonas adolescentes que los dejaban sin aliento y los llevaban a ocultarse para besarse en las esquinas más recónditas o en las plazas más desiertas. Parecía no afectarles el cruel viento del invierno ni las lloviznas heladas que los calaban hasta los huesos… sólo necesitaban besuquearse sin pausa, hasta la hora de volver a casa. Juanjo, así se llamaba el galán, solía acurrucarse contra ella y meter las manos frías debajo de su ropa, con la excusa de que necesitaba sentir algo de calor para afrontar el frío de la tarde. Cami sabía que ese no era el verdadero motivo… “Quería sentir algo de mi piel… ¿o no?”. Pero cuando llegó el veranito, esa necesidad pareció disminuir y el comienzo del nuevo año la encontró sola.
Con el paso del tiempo apareció Matías… tan seductor, con su risa fácil y sus ojos oscuros. Para ese entonces, Camila ya vivía sola. Había terminado la secundaria y como no quería seguir estudiando, para defenderse de las continuas presiones familiares del tipo “o estudiás o trabajás”, se había conseguido un trabajo como secretaria de un odontólogo.
Con Matías mantuvo una historia fogosa, con el pequeño y gélido departamento que su magro sueldo le permitía alquilar, como escenario principal. Vivieron meses enteros jugando a darse calor entre las sábanas y durmiendo abrazados. El muchacho le hacía recordar a un cachorrito desvalido, siempre buscando su cuerpo, incluso mientras dormía agotado. Invariablemente ella se despertaba y lo encontraba enredado entre sus piernas o con su cabeza morena y despeinada sobre su vientre. Con él supo pasar un verano completo pero los síntomas de la indiferencia habían comenzado a manifestarse: Matías ya no sentía el mismo apetito por pasar la noche con ella cada vez que podía ni se le pegoteaba al cuerpo como tanto parecía gustarle unos meses antes. Y aparecieron las peleas: ella reclamaba el “toqueteo”, él se disculpaba alegando “demasiado calor para eso”. La frustración de ella pudo más y él, cansado de sus quejas, la dejó por una rubiecita pálida y fresca, que parecía agobiarlo menos.
Su tercer amante fue Leonardo, el primo de una de sus mejores amigas, que la venía persiguiendo sin éxito desde que eran casi niños. “Tan tímido era Leo que a veces parecía frío…”, pensó la joven, haciendo el recuento de sus amores inconclusos. Con él había forjado una relación distinta, de mucha charla, de largas tardes compartidas con amigos, de divertidas noches de baile y cenas románticas. Pero la vida sexual era escasa. Desde el primer día, Camila extrañó el frenesí y las ansias desesperadas de tocarse, propias del inicio de una relación. Pero Leo, parecía ser de hielo. Incluso parecía que le molestaban las constantes muestras de afecto que Camila le prodigaba. Hasta que una noche de verano, en la que estaban disfrutando de una cerveza con amigos en un bar de la costanera de la ciudad, cuando ella le pasó el brazo sobre el hombro, se desprendió bruscamente de su abrazo y le gritó: “¿No te das cuenta que sos muy calurosa?”.
Camila se tragó no sólo las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos sorprendidos sino también las palabras de enojo que quería espetarle sin empacho, delante de todos. Al fin de la velada, mientras volvían a su casa, intentó pedir una explicación. Leonardo, más cruel que de costumbre, no quiso hablar del tema siquiera y le pidió un tiempo para estar solo, para pensar qué era lo que le estaba pasando con ella. Nunca más la llamó, claro.
Esa noche lloró abrazada a su almohada. Por Leo, por Matías, por Juanjo, por cada una de las esperanzas perdidas, intentando encontrar el motivo de tanto abandono. Y entre tanta tristeza recordó algo que se repetía cada noche fría de su niñez y que quizás tenía relación con lo que le estaba pasando ahora: cada vez que comenzaba el invierno, sus tres hermanos se peleaban a la hora de dormir para sacar “su turno de estufita”. El turno de estufita era el orden con el cual Camila se metería en la cama helada de cada uno de ellos, para en pocos segundos, convertirla en un lugar calentito, más que agradable donde meterse a dormir. Así ellos evitaban el desagradable contacto con las sábanas frías y se metían en un lecho acogedor. Camila recordó cómo se reían, noche tras noche, y buscaban apodos para endilgarle: estufa, radiador, calefactor, fueguito…
“¿Me estará afectando con mis parejas esta cualidad de generar calor, que tanto disfrutaron mis hermanos?”, pensó, sobresaltada. Y ya no pudo pegar un ojo. Recordó las coincidencias, las fechas en que sus novios la habían abandonado, los inviernos en que se abrazaban a ella y los veranos en que les “molestaba” que se les acercara.
Sin dudarlo, se calzó un short, una remera y unas ojotas y salió corriendo hacia la casa de su abuela Maruja. Sabía que estaba despierta hasta cualquier hora de la noche, sobre todo en verano, cuando le resultaba difícil conciliar el sueño y se quedaba en su patio disfrutando del aire fresco de la noche. Esa viejita mitad dulce, mitad bruja sabría develarle el misterio.
La encontró, como siempre, en la desvencijada mecedora que tenía instalada debajo del tilo del patio, leyendo historias fantásticas y hablando con su perro. Ni parpadeó al verla. Estaba acostumbrada a que alguno de sus nietos o amigos apareciera a altas horas de la madrugada a contarle sus cuitas y a pedirme consejo.
Camila se instaló sobre el césped húmedo por el riego y narró su historia. Y los recuerdos que habían venido a su memoria, de aquellas noches de la infancia. Los ojos cansados de la abuela se clavaron en las ardientes pupilas de la nieta y le habló, con su voz cascada, mientras le acariciaba el cabello: “Chiquita mía… debo confesarte algo. Escuchar de tu boca esa historia es como escuchar mi propia historia repetida. A mí me pasó lo mismo, ¿sabés? Por algo soy una de las pocas mujeres separadas de aquella época… lo cierto es que tu abuelo no aguantaba mi calor… ese calor que sale de mi cuerpo, todo el tiempo y que cobija bien en invierno pero enerva en verano. Deberás aprender a vivir con eso, yo lo hice pero me quedé solita. No triste, ojo. Soledad no es sinónimo de tristeza. Vas a tener que estar más atenta que yo, eso sí. En algún lugar del mundo debe existir algún hombre que se atreva a jugar con tu hoguera. Un valiente, un descarado, uno de esos hombres que se animan a jugar con fuego… tu deber es encontrarlo.”

Camila miró la sonrisa tierna que se dibujaba en la cara de su abuela y levantó los ojos hacia las estrellas que parecían guiñarle un ojo desde el cielo oscuro. “Soy una mujer hoguera, veremos quién se me atreve…”. Y con el alma iluminada se fue a su casa a dormir.


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