1 de octubre de 2013

Orgullo o vergüenza

La noticia en el diario del pueblo me tomó por asalto: “Oscar Gómez, conocido vecino de la ciudad, preso por hallarse involucrado en mafia de juego clandestino”. En no más de seis párrafos vergonzosos se describía el caso. La nota iba acompañada de una foto de Oscar Gómez que no permitía dudas sobre la existencia de otro hombre con el mismo nombre. Era el abuelo.
Según el pasquín, lo habían detenido en la puerta de su casa. Sentado en el banco de piedra que usaba la mayor parte del día para charlar con todos los vecinos que pasaban. Y con los bolsillos llenos de billetes y de papelitos en los que se detallaban los números apostados, la quiniela elegida (Nacional o Provincia), el importe en juego y el nombre del apostador. “Las manos en la masa”, decían las frías letritas negras.
Con mis nueve años, tenía la convicción de que el abuelo era un superhéroe.
No era un simple abuelo que llevaba a sus nietos a la plaza o satisfacía sus caprichos en el kiosco de la esquina. Había asumido el papel de padre, a partir de que el nuestro se había ido de casa tras las polleras un tanto cortas de su secretaria. Desde ese momento fatídico, en el que empecé a notar la tristeza en los ojos de mamá, había sido nuestro refugio.
Sin poner en palabras nada de lo que estaba pasando, nos fuimos a vivir con él y con la abuela María. Mamá trabajaba casi todo el día como maestra así que la vida de mis dos hermanos y la mía transcurría a su lado. Era levantarnos y encontrarnos con su sonrisa generosa mientras tomaba los mates que le cebaba la abuela y escuchaba a Héctor Larrea que disparaba noticia tras noticia en Radio Rivadavia. Era escucharlo renegar cada vez que llovía porque tenía que sacar el auto para llevarnos al colegio pero verlo ponerse el piloto oscuro y salir a cumplir con el mandato autoimpuesto. “No voy a confiar estos tres pibes a cualquier conductor irresponsable de taxi”, decía. Era volver de la escuela y ver su cara arrugada, de rasgos aindiados, tan parecidos a los de Atahualpa Yupanqui, esperándonos en la vereda y gritándonos para que nos apuremos porque tenía hambre y la abuela se negaba a servir el almuerzo si no estábamos todos. Era oír su vozarrón, por las tardes, pidiéndome que lo acompañe al mercado a hacer las compras y saber que, como todos los días, íbamos a compartir nuestro secreto más preciado: “un chocolate para vos y otro para mí, aunque el doctor diga que vos tenés que adelgazar y que yo no puedo comer dulces porque soy diabético”, arengaba.
Ese abuelo maravilloso no podía ser el que describía “La Voz del Pueblo” en la página dos. Así que decidí indagar un poco, sabedora de que tal tarea no iba a resultar fácil.
Lo primero que detecté fue que realmente el abuelo no estaba. No apareció ni para el desayuno ni para el almuerzo; tampoco para nuestra escapada de la tarde. No pudimos verlo a la hora de la cena ni a la hora de acompañarnos a la cama. Nadie me aseguró esa noche que podía dormir tranquila porque él estaba allí para cuidarnos.
Cuando le pregunté a la abuela, sacó un pañuelo almidonado del bolsillo de su batón azul, se secó disimuladamente los ojos enrojecidos y balbuceó algo como “se tuvo que ir unos días por cosas del trabajo” Y cuando mi impiedad infantil me llevó a protestar porque el abuelo no trabajaba, la vi ahogarse en un concierto de toses que la ayudaron a no contestar, por unos minutos.
Ya exasperada, y conocedora de mi hábito mañanero de leer el diario, me dio una filípica furibunda: que no lea pavadas en los diarios, que no todo lo que está escrito es verdad, que el abuelo es un ejemplo de persona, que si no lo veo día tras días desvivirse por cuidarnos a todos y darnos lo mejor, qué como puedo ser capaz de pensar que semejante caballero podía estar involucrado en alguna cosa fuera de la ley…
La versión cruel llegó de la boca de Carlitos, el nene que vivía en la casa de al lado. Hijo único de padres grandes, la Chela y el Rolo, consentido como pocos, era especialista en escuchar conversaciones de adultos y repetirlas sin piedad.
“Tu abuelo es un criminal”, me sacudió con una sonrisa. “Toda la gente del barrio sabe que se dedica a levantar apuestas y que con eso se llena de plata… pero ahora está preso y no va a volver nunca más” Impotente y sintiendo la furia crecer dentro de mi cabeza ante sus palabras hirientes sólo atiné a pegarle con la dura cabeza de mi bebote Yoly Bell en su pobre cabeza hueca. Se fue llorando a moco tendido a acusarme con su madre. Aún así quedé lejos de sentirme satisfecha.
La represalia de los padres malcriadores no tardó en materializarse. Esa noche, en mitad de la cena, sonó el timbre y mi mamá se encontró frente a una Chela enojadísima por la agresión sufrida por su inocente vástago.
No logré escuchar bien cómo se desenvolvía la charla completa, mis hermanos no dejaban de pelearse entre ellos por saber quién comía la papa frita más grande y causaban un bochinche insoportable. Sólo pude captar algunos gritos airados de la vieja bruja: “¡El chico no mintió, esta es una familia de atorrantes! Y por lo que se ve, los nenes ya están aprendiendo los modales mafiosos del abuelo”, chillaba.
Tuve la convicción de que me esperaba una reprimenda para el recuerdo, hasta quizás me iba a hacer acreedora de una penitencia considerable. Pero en el fondo no estaba arrepentida por el golpe propinado, tenía la sensación de que de esa forma había vengado un poquito a mi abuelo, frente a ese chiquillo fanático que repetía mentiras.
Mi premonición falló. Mamá pegó un portazo y volvió a la mesa indignada, pero no conmigo. Estaba furiosa con la Chela. El alivio que sentí ante la ausencia del reto hizo que me perdiera la conversación que mantuvo con la abuela ya que me dediqué con pasión a devorar la milanesa con papas que un rato antes no pasaba por mi garganta angustiada.
A la hora de dormir, mamá nos acompañó y cosa rara en ella, se sentó en mi cama para arroparme y acariciarme la frente y el cabello. “Tengo que hablar con vos, hija”, me dijo, cariñosa.
Y mis oídos, ya no tan inocentes, al fin escucharon la verdadera historia. O la versión que mi mamá creyó apropiada para la cabeza y el corazoncito de una nena de nueve años: mi abuelo era levantador de quiniela clandestina, sí. Y estaba preso. Pero nada de eso era un crimen si uno escuchaba toda la historia, con oídos y corazón amplios.
Según mi madre, el abuelo siempre había sido peronista. Peronista de esos que habían sido socorridos por Eva Perón, que habían logrado salir de la miseria gracias a que ella le había conseguido un trabajo en una fábrica y le había regalado una máquina de coser a la abuela, con la que aún se dedicaba a confeccionar ropa para la gente “bien”
Para toda la familia, la época de Perón y Evita había sido la época del progreso, del crecimiento, de empezar a ganarse el pan con trabajo digno, de lograr que sus hijos se dediquen a estudiar y a formarse para poder salir adelante. Pero esa buena época, de repente, terminó. Los gobiernos que sucedieron al General dejaron al abuelo sin trabajo porque la fábrica fue cerrada y a la abuela, un tanto despreciada como costurera, por su abierto amor a Eva, que causaba el rechazo de sus clientas más recoletas.
Así fue que el abuelo, para seguir manteniendo a la familia había empezado a levantar quiniela clandestina. Él se encargaba de recoger las apuestas de los vecinos que todos los días se acercaban a su banco de piedra y luego las elevaba, por teléfono, al “banquero” que se encargaba de pasar una vez por semana a buscar la recaudación, dejarle su ganancia y para el caso de que algún cliente hubiera acertado con su apuesta, darle el premio correspondiente. Una organización bien aceitada.
Inclusive tenían todo arreglado con la policía del pueblo, que hacía gustosa la vista gorda a cambio del pago del canon que mantuviera sus bocas cerradas y la justicia con los ojos más vendados que nunca. Así que hacía años que el abuelo se dedicaba a esta tarea, ilegal, sí. Pero con el objeto de hacer dinero para cuidar no sólo de su esposa sino de su hija crecida y de sus tres nietos a los que había adoptado como hijos.
Algo había fallado, eso sí. No se sabía si el canon abonado a la policía había sido insuficiente o si algún vecino había realizado una denuncia difícil de no investigar. La cosa era que el abuelo estaba preso pero, para mi tranquilidad, en un lugar cómodo, calentito y bien alimentado. Y gracias a las argucias legales de un abogado amigo de la familia, mañana ya iba a estar de vuelta con nosotros.
“Ahora quiero que pienses en lo que te conté”, dijo mamá. “Y que te duermas tranquila, sólo tenés que decidir si esto que pasó cambia el concepto que tenés de tu abuelo o para vos sigue siendo ese hombre increíble que te da todo y actuar en consecuencia”
Confieso que esa noche lloré por mi abuelo, por los sacrificios que se veía obligado a hacer por cuidarnos a todos; lloré por mi padre que nos había abandonado y por eso debíamos ser una carga para alguien que no debería estar asumiendo tal tarea; lloré por la vergüenza que me daba tener que ir a la escuela y escuchar los comentarios maliciosos de compañeritos que no entendían nada más que lo que leían en el diario; y lloré de alivio porque mi abuelo no era un delincuente y no iba a morirse en la cárcel como yo temía.
Cuando me levanté, al otro día, escuché a Héctor Larrea desmenuzando las noticias nuevas. Y con alegría corrí al comedor para verle la cara agrietada, los ojos achinados y la sonrisa amplia. Y le alcancé el mate que me dio la abuela, mientras le di el mejor beso de buen día que me salió.

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