Veinte años pasaron desde aquella
noche. Veinte años. Y nunca le confesé a nadie lo sucedido, hasta casi lo tenía
borrado por completo y anoche soñé con eso, ¿podés creer, Pau? Qué órgano
terrible el cerebro, eh… no perdona. Prepará unos mates, dale. Te voy contar todo, no puedo seguir guardando el
secreto. De todas formas no te asustes, no fue algo tan grave. Podría haber
sido, sí… creo que por eso sigue martirizándome.
Por aquel entonces, tenía dieciocho
años. ¿Te acordás? Recién llegábamos a Buenos Aires y extrañábamos muchísimo la
vida y la gente del pueblo. Esto era el loquero ruidoso e impersonal que hoy
nos resulta cotidiano pero que, allá lejos, era intimidante.
Mi primer trabajo fue terrible,...
poco
amigable para alguien que intentaba dar sus primeros pasos: cajera en una
tediosa y apabullante cadena de supermercados. Y yo, acostumbrada al almacenero
del pueblo que saludaba a todos por su nombre y que les daba fiado a los que no
llegaban a fin de mes. No sólo tuve que aprender a manejar cheques y tarjetas
de crédito, también tuve que reconocer como “normal” el tener que pedir turno
para ir al baño si mi vientre lo necesitaba.
No podés haberte olvidado de esas
épocas. Detestaba ese laburo. ¡Cómo me costaba ir, sobre todo los fines de
semana! Lo cierto es que era una pueblerina de pies a cabeza, me daba vergüenza
atender al público, que siempre me hacía sentir inferior… me daba bronca tener
que trabajar como una esclava del modernismo y no poder quejarme de nada por
temor a quedarme sin el miserable sueldo que me pagaban… me daban miedo mis
jefas que me aterrorizaban todo el tiempo con suspenderme o descontarme guita
si me equivocaba… por algo nunca más pude ir de compras a ese supermercado,
creo que la última vez que lo pisé fue el día que renuncié.
Las pocas horas que tenía libre las
dividía entre salir mucho con amigos, intentar estudiar algo y descansar poco…
éramos tan chicas que el cuerpo nos dejaba pasar muchas horas sin dormir… algo
que perdimos con los años, ¿no?
Y soñaba, claro. Con los ojos
abiertos. ¿Te acordás las horas que gastamos en aquel departamento diminuto que
alquilábamos en Congreso planificando nuestro futuro “triunfante”? Mi sueño
recurrente era volver al pueblo, envuelta en gloria. No me importaba mucho el motivo
de mi triunfo pero quería ser famosa, que todos aquellos que había dejado allá
supieran de mi logro. Iba variando: escritora, actriz, dirigente política,
cantante… lo importante era regresar a casa en medio de la admiración y el
reconocimiento de nuestros conciudadanos y poder ayudar económicamente a mi vieja
que la estaba pasando bastante mal, con el uno a uno de nuestro patilludo
presidente.
La mañana traía el desánimo, el tener
que juntar las monedas para el colectivo y el resignarme a volver al supermercado,
enfundada en el poco sensual uniforme azul marino que anulaba hasta las ínfulas
de fama del ego más inflamado del mundo.
Salía del trabajo a las diez de la
noche… bah, a las diez cerraba el super, las cajeras nos terminábamos yendo a
eso de las once. Invariablemente yo salía muy cansada, muy malhumorada y
bastante enojada con el resto de mis compañeras que no se quejaban ni parecían
sentir la frustración que embargaba mi corazón día tras día. Por ello, volvía
caminando a casa… tratando de cruzar la mayor cantidad de parques y plazas para
oxigenar un poco la cabeza. Siempre me retabas, Paula, por eso… decías que era
peligroso, que me podían robar, que no fuera tan confiada, que estaba en una
ciudad difícil… nunca te escuché, por supuesto. Además de ilusa era terca.
Una de esas noches, en medio del
tórrido verano asfixiante de Buenos Aires, volví caminando despacito, como casi
siempre. Vestida con un jean tan ajustado que cortaba la respiración, una
remerita blanca que se me pegaba como una segunda piel y unos tacos
impactantes, con esa impunidad que sólo puede brindar la extrema juventud,
crucé con total despreocupación el Parque Las Heras… mirando la luna,
disfrutando del sonido de los árboles que se movían con el viento… volando, bah.
No me percaté de su presencia hasta
que se paró a mi lado y me habló. Era un hombre, de alrededor de cuarenta años,
muy alto, morocho, con una sombra de barba y ojos muy azules. Usaba un jean
desteñido, una remera con el logo del cocodrilito bien a la vista y unas zapatillas
muy cancheras, haciendo juego con su color. Ay, Pau, te miro la cara de horror
que estás poniendo y me da vergüenza seguir relatando lo que pasó… era tan
ingenua… tan “recién sacada del horno”, como dice mi abuela.
La cuestión es que se presentó, muy
correcto, muy educado, muy amable. Se llamaba Juan Ignacio. El apellido sí que
no lo recuerdo. Me dijo que era representante de modelos, que trabajaba con
muchas de las chicas que estaban en las tapas de las revistas y en los
programas de televisión que estaban en boga en esos días. Me aduló un poco:
“sos muy linda…podrías empezar a trabajar conmigo… te veo futuro en la gráfica…
sos bajita pero tenés buen cuerpo…”. Me dejé convencer y lo seguí hasta un
departamento en el corazón de Barrio Norte, a tres cuadras del parque. Estaba
un tanto inquieta, sí, pero me tranquilizó la elegancia del lugar, la
amabilidad con que se saludó con el encargado del edificio… que sé yo, creo que
lo que más me tranquilizó fueron mis ansias desenfrenadas de salir del fango del
supermercado y llegar fácilmente al brillo que bailoteaba ante mis narices.
No pasó nada raro. Me hizo unas
fotos, siempre vestida, ¡no hagas caras extrañas!... Anotó mis datos en una
planilla, me mostró las fotos de “sus chicas” y quedamos en que me llamaba en
unos días para que empiece a trabajar. Nunca me senté, no acepté tomar ni un
vaso de agua, sólo largué la cartera el rato en que me hizo las fotos. Y presa
de un miedo repentino, apuré el final de la entrevista y me fui, casi
corriendo. Mientras bajaba los doce pisos, encerrada en el ascensor, sentía que
mi corazón se salía del pecho. Recién cuando llegué a la parada del colectivo y
me subí, rumbo al miserable departamento, a mi uniforme azul marino, a mis
deberes como cajera., pude largarme a llorar.
Nunca me llamó. Nunca más volví caminando. Nunca más volví a confiar en
un extraño en la calle. Y nunca se lo pude contar a nadie. Abrazame, Paula,
necesito llorar esa noche terrible una vez más. Creo que ya voy a poder dormir
tranquila, el vampiro no va a aparecerse nunca más en mis sueños.
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